A propósito del centenario del tránsito de san Francisco
A hora que los pueblos y las ciudades del orbe católico celebran con fe y entusiasmo siempre crecientes el VII Centenario de la gloriosa y santa muerte del gran Patriarca de los pobres San Francisco de Asís, jubilosos contemplamos como las tres Ordenes religiosas por él fundadas y de su mano sostenidas en la admirable unidad del espíritu que les infundió en su primer origen, han enarbolado con buen acuerdo su clásico estandarte y lo pasean triunfalmente por el mundo universo, propagando por todas partes el seráfico emblema de «Paz y Bien» que han visto nuestros lectores a la cabeza de estas líneas.
Con letras de oro lo han grabado en nuestra inmaculada bandera seráfico-franciscana los siete siglos que preceden. Notas suyas características son la viva expresión de sus conceptos fundamentales y el patente laconismo del léxico que le sirve de marco en todas las lenguas a que se ha traducido. Con él a la vista, creemos ya imposible reducir a menos palabras y exteriorizar con más energía los anhelos de pacificación universal encarnados en nuestro Padre San Francisco de Asís y en cada una de las obras franciscanas de que está apelmazada toda la tierra.
Aún para los más lerdos en este asunto, aparece puesto de alto relieve, en la bandera seráfica que ondea hoy en todos los pabellones de los frentes cristianos, el altruismo religioso y humanitario de este noble heraldo de Cristo, y el de cada uno de sus hijos, devotos y admiradores más entusiastas que le siguen de muy cerca. Este, sin duda, es el grupo mayor de los más grandes bienhechores y abogados que tiene y ha tenido la Humanidad en el dilatado curso de su existencia.
«Paz y Bien» es la frase gestora del franciscanismo mundial. Aunque vean esto y lo entiendan los menos linces, en gracia de aquellos lectores que no puedan descifrar con facilidad su recto sentido n¡extraer de ella todo el jugo aprovechable, hemos de añadir algunas explicaciones conducentes a demostrar a todo el mundo las riquezas temporales y espirituales que con nuestro saludo deseamos y pedimos a favor de aquellos que lo reciben en su corazón, y en él lo guardan con la veneración que de todos se merece.
Empezamos diciendo que es un maravilloso elixir, un poderoso reconstituyente o regenerador moral universal, con la virtud necesaria para oxigenar de puro cristianismo las modernas instituciones humanas, los pueblos, las familias y los individuos de la actual sociedad, ahora que a toda prisa unos y otros se asfixian y ahogan casi sin remedio en la atmósfera insana de ese paganismo enervante y demoledor que mina las bases de su existencia y mantiene en un continuo jaque la precaria vida que todavía queda en no pocos de sus organismos sociales.
La «paz» que indistintamente ofrecemos a todas, así de los nuestros como de la acera de enfrente, no es a manera de esa otra paz que también decanta hoy el mundo para todos sus secuaces. La nuestra es aquella misma paz que nos trajo Cristo con su venida a la tierra, cuando quiso rescatarnos y salvarnos; la que anunciaron los ángeles a los pastores de Belén la noche del nacimiento temporal del Verbo encarnado; la que pregonó por las calles de Asís otro celeste mensajero, visto con traje de peregrino luego de haber nacido al mundo nuestro Padre San Francisco, natural de tan afortunada ciudad; la que nos acerca a nuestro Dios y Señor de tal manera, que al cabo nos une con El y nos torna dioses por participación, s¡de nuestra parte no ponemos óbice ninguno a su gracia, la cual nos da a vivir su propia vida y nos informa de lleno en su caridad de origen todo divino.
El misterioso secreto de esta paz, enteramente desconocida para los mundanos de todos los tiempos, está siempre en nuestras buenas relaciones con Dios nuestro común Padre, quien entonces nos otorga su franca amistad con los tesoros inagotables de su gracia. Se encuentra, además, en el exacto y fiel cumplimiento de los respectivos deberes cívico-religiosos, a medida que éstos nos vienen dictados y aprobados por la conciencia individual de cada uno y por el sano criterio de la Iglesia católica. Tampoco falta nunca en el amor de caridad para con nuestros prójimos, sobre todo cuando se ejerce de conformidad con el espíritu del santo Evangelio, cuyas máximas dan el ser y la vida a tan preciada virtud.
El «bien», que en este mismo saludo va siempre del brazo de la «paz», no significa, en la neutra terminación que aquí se toma, un bien particular de más o menos cuantía en la estimación de los hombres, sino que representa la suma total, conjunto o reunión absoluta de los bienes de alma y cuerpo que podemos gozar en este valle de lágrimas los desterrados hijos de Eva, con el dador de todos ellos que es nuestro Dios y Padre de las eternas misericordias, quien tiene razón de bien infinito para cada uno de nosotros.
Se trata, pues, aquí de un bien verdadero, sólido y constante, capaz por sí solo de saciar las vivas ansias de felicidad en que de continuo se agita y zambulle nuestro pobre corazón, s¡no descansa reposadamente en este divino centro de su actividad creada n¡bebe a satisfacción suya las aguas puras y saludables de este rico manantial, fuente perenne de las consolaciones que más ha menester nuestro atribulado espíritu durante el viaje de nuestra peregrinación por los desiertos y escabrosidades de la vida humana.
¿Qué cosa mejor podemos desear y pedir instantáneamente a Dios para nuestros compañeros de viaje a la Patria que nos ha sido prometida? ¿No está acaso muy puesto en razón que veamos en «Paz y Bien» el compendio, la síntesis y quintaesencia de la Mística Teología, la cual levanta de la tierra los espíritus ya purificados y transporta las almas de los santos a las encumbradas regiones de la gloria, donde se abrasan en caridad perfecta los mismos serafines?
Ved por aquí el cúmulo de bienes que deseamos y las colmadas bendiciones que a Dios fervorosamente pedimos para aquellos hermanos nuestros a quienes familiarmente saludamos con el fecundo y saludable emblema de nuestro estandarte, ora lo hagamos de viva voz al presentarnos delante de ellos en privado y en público, lo mismo que al encontrarlos casualmente en la calle, en el paseo o en el campo; ora sea por escrito, que así los saludemos estampando el «Paz y Bien» a la cabeza de todas nuestras cartas, de las tarjetas de visita, de las postales de correos y de las cuartillas para la prensa.
Con estas hermosas y significativas palabras de nuestro Padre San Francisco de Asís, desea la Procura General franciscana que mutuamente nos saludemos y resaludemos los hijos del celebérrimo inmortal Fundador de las tres Ordenes seráficas, que han sido hasta hoy el brazo derecho de la Iglesia católica. Y esta misma Iglesia, cabeza y Madre de todas las otras iglesias particulares en comunión con la Santa Sede, en documento público del 29 de Diciembre del año 1923, emanado de la Sagrada Penitenciaría Apostólica con la frase de «para siempre valedero», aprueba, bendice y enriquece con cien días de indulgencia parcial estos levantados anhelos de nuestra Procura, que son indiscutiblemente los mismos de toda la Orden seráfica; pudiéndose ganar dicha indulgencia cada vez que, contritos de corazón, usemos entre nosotros tan expresivo saludo, dondequiera nos encontremos dos o más franciscanos. ¿Qué otra cosa se requiere para dárselo y recibirlo de ellos con jubilosa y seráfica satisfacción?
Perlas del cielo
El cordón franciscano
Los descubrimientos y las conquistas del Nuevo Mundo daban pábulo a las ansias locas de todos los aventureros, que corrían a probar fortuna alistándose en las diversas expediciones de soldados que los Gobiernos europeos enviaban frecuentemente a las costas vírgenes de la América. Con todo, no eran solo las ansias de gloria y de riquezas lo que alentaba a esas mesnadas de valientes aventureros; entre ellos flotaba también el espíritu de Dios; y los anhelos de propagar la fe de Cristo impulsaban a los heroicos misioneros a internarse en sus bosques para buscar a los salvajes y darles a conocer al verdadero Dios. Esto daba ocasión a gloriosos episodios y a rasgos de heroísmo, que mostraban bien claro la valentía y la caridad de tan diversos expedicionarios, pues no siempre la fortuna les era propicia, y alguna que otra vez caían en las emboscadas de aquellos fieros salvajes, que a todo trance querían mantener su independencia.
Una blanca carabela había abordado en las costas del Brasil procedente de los puertos de Nueva España, y su tripulación, compuesta de soldados y paisanos, iba en busca del oro, que, al decir de los indígenas, se ocultaba bajo los arenales de las faldas de sus mesetas. Pero en ellas y entre sus bosques escabrosos vivían las tribus indias de caribes y cairirís, caetés y potiguarás, que y a con frecuencia se habían visto molestadas por semejantes expediciones.
Después de la playa arenosa que rodeaba con bastante anchura la tranquila ensenada donde vinieron a desembarcar, se presentaba el bosque de grandiosos árboles seculares, que cubrían el cielo con sus copas gigantescas. Las ramas caían en festones por todas partes, entrecruzándose de mil modos hasta llegar al suelo; y los bejucos y lianas, grandiosas enredaderas que crecían en abundancia, trepaban por esos colgantes, y se adherían retorcidos por los troncos, tramándolo todo como con hilos enmarañados de gigantescas madejas.
También por el suelo, retorcidas unas con otras, se deslizaban las corpulentas raíces, o se alzaban encorvadas como grandes espolones que servían de soportes a los árboles gigantes.
Todo esto y la vegetación exuberante de la selva, daban al bosque un aspecto tenebroso y enmarañado, y el tránsito por él era muy dificultoso.
Pero los valientes aventureros, armados con hachas bien afiladas, se disponían a abrirse una senda transitable, cuando vieron con sorpresa que a un extremo del bosque y entre grupos de caris, corpulentas palmeras de tronco espinoso, había ya un camino abierto que les daba fácil acceso al interior de la selva.
Detrás del bosque estaban las montañas auríferas, y el afán de recoger el oro no les dio tiempo a reflexionar n¡a sospechar siquiera que aquella senda de tan fácil acceso pudiera llevarles a alguna emboscada. Corrieron así hasta internarse en la selva, y llegaron a un rellano del bosque, donde finalizaba el sendero, y sólo ante sí veían ya el tenebroso boscaje y el fondo enmarañado de malezas, de raíces y de árboles corpulentos. Comenzaron a deliberar para abrirse camino, cuando vino a sorprenderles un silbido prolongado, que con ciertas y extrañas modulaciones se dejó oír a retaguardia, entre las espesuras que ya ellos habían atravesado. Era la emboscada de los indios; y al oír esa señal, comenzaron a afluir por todas direcciones, armados con arcos y flechas, los caribes de las tribus de los cairirís y de los caetés, que cayeron sobre los aventureros, que después de oponer tenaz resistencia quedaron prisioneros de los salvajes. Los llevaron a sus chozas y allí los tuvieron sujetos a penosos trabajos.
Entre ellos había un Padre Franciscano, que aprovechando la expedición quiso ir, no en busca del oro, que despreciaba como buen hijo de San Francisco, sino en busca de las almas de aquellos pobres salvajes para darles a conocer la verdadera religión. Su virtud, su inalterable calma, sus buenos consejos y su doctrina admirable le había dado gran ascendiente, no sólo entre los cautivos, sino también ante el jefe y salvajes de aquellas tribus.
Como el cautiverio se prolongaba, y aquellos infelices sufrían penosos trabajos, e iban perdiendo la salud y la vida, el Padre Franciscano tuvo una idea y fuese a proponerla al jefe de los caribes.
S¡me dejas en libertad, le dijo, yo iré a los hombres blancos para recoger dinero y mercancías, y os lo traeré todo para rescatar a mis compañeros.» Se quedó perplejo el jefe de los indios, pues suponía que esto era un ardid del fraile para escaparse, aunque por otra parte le halagaba la oferta de esas riquezas. Pero viendo que no se decidía, el franciscano se desciñó su cordón, y ofreciéndoselo al jefe indio, le dice: «Confiad en m¡palabra y tomad como prenda este cíngulo, que es lo que más estimo en el mundo; y no lo deshonraré, aunque me cueste la vida. S¡yo no encontrara dinero, volveré alegre al cautiverio y a sus penalidades,sólo por recobrar m¡cordón.» Absorto ante esta extraña oferta, el caudillo tomó el cordón para guardarlo y dejó ir al fraile, aunque bien persuadido en su interior de que el franciscano no volvería.
Después de muchas fatigas, el Padre franciscano no pudo encontrar entre los blancos el dinero suficiente para rescatar a sus cautivos, y fiel a su palabra, decidió volver de nuevo a su destierro.
Comenzaba a ocultarse el astro del día a través de las copas gigantescas de los árboles del bosque, y un grito de entusiasmo se dejaba oír en el reducto de los cautivos de la selva: la figura del franciscano aparecía entre ellos, humilde, resignado, con alegre semblante. Ya allí, se postró ante el jefe de los salvajes, diciéndole que no había podido recoger el dinero para rescatar a sus compañeros, y que fiel a su palabra volvía por su cordón y se entregaba de nuevo en sus manos. Pasmados los indios y llenos de admiración por la rara virtud del franciscano, dieron la libertad a todos los cautivos sin exigir rescate alguno; reconociendolos todos, y manifestándoles su caudillo al entregar al fraile su cordón, que la fidelidad y abnegación de aquel hombre valía más que todas las riquezas del mundo.
Cursillo sobre la moda. Lección novena
Autoridades sobre la Moda
¿Debe legislarse sobre la Moda? — La mejor y más eficaz ley es la conciencia cristiana conformándose con la Moral; pero a falta de ella, los gobiernos deben preocuparse, porque los excesos de la moda, provocadores de la corrupción de la mujer, son presagios cas¡infalibles de la decadencia y ruina de las naciones. Por esto el gran sabio de la antigüedad, Aristóteles, decía a los gobernantes: «S¡con las mujeres no tratáis de poner tasa en los atrevimientos de los vestidos, faltáis al gobierno».
¿Conoces alguna ley concreta? — Los lacedemonios prescribieron el vestido honesto a todas las mujeres, y sólo permitían el deshonesto a las meretrices públicas. El dictador Pangalos, en vista de las procacidades en el vestir de las actuales mujeres griegas, dictó en 1925 una ley de buen gobierno, que prohíbe en el territorio de la república helénica subir las faldas más de 25 centímetros del pie. La corte de España ha legislado igualmente sobre los vestidos que las señoras han de usar en las funciones religiosas de la Capilla real.
¿Han hablado los Santos de este vicio de la Moda? — Todos lo han condenado con las palabras más duras. Por citar alguno, diré que San Bernardino de Sena llama a las mujeres deshonestamente vestidas «devotas de Satanás». Y San Clemente Alejandrino afirmaba que: «es mayor falta en la mujer el vestir indecentemente que el entregarse al vicio de la bebida».
¿Deberían avergonzarse las mujeres de presentarse en público con escote y sin mangas? — Plutarco refiere que a las doncellas milesias les atacó tal enfermedad, que cas¡todas se suicidaban. En vista de que los médicos no podían atajar este mal, se reunió el Senado, y a propuesta de un anciano respetable, tomó el acuerdo de pasear totalmente desnudo, por las calles céntricas, el cadáver de las doncellas suicidas. Y, en efecto, al ver que las paseaban completamente desnudas, tal miedo y vergüenza se apoderó de ellas, que ya no se suicidaron más.
¿Qué moraleja sacas de este ejemplo? — Que nuestras jóvenes debieran sentir la vergüenza de las doncellas milesias y curarse de la enfermedad que en ellas mata el sentimiento del pudor y de la honra; pero desgraciadamente no sucede así. Y eso que la ligereza de ropa en el vestir causa en nuestras jóvenes más defunciones que la tuberculosis, la gripe, la bronconeumonía, etc. ¡Pero ellas desafían valientemente mientras pueden la acción del frío, de la lluvia, de la humedad, del aire y del calor, sólo por seguir la ridícula corriente y evitar el horrible «qué dirán»!
¿Entonces qué remedio queda? — El de siempre, que es el único eficaz y verdadero: el remedio de la Religión. La Religión es la que engrandeció y ennobleció a la mujer sacándola del estado miserable de la esclavitud y abyección del paganismo: la irreligión, en este caso representada por la moda actual, es la que hoy la vuelve a la miseria del paganismo, haciéndola tan sólo objeto de placer sensible, y así tras embrutecerla, la envilece.
¿Y s¡no hacen caso de la Religión, a pesar de ser católicas? — Entonces hemos llegado al principio del fin, que acabará no sólo con el cristianismo, sino con los gobiernos y naciones. La última esperanza de salvación de las naciones es la honestidad y virtud de las mujeres: perdida ésta, viene la corrupción, el caos, el derrumbamiento del edificio social.
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Y dicho esto acabo este «Cursillo sobre la Moda», escrito con alteza de miras, dirigiéndome a las niñas, señoritas y señoras cristianas lectoras de esta católica publicación y les digo: Por el bien de la Religión, por el bien de la Patria, por vuestro bien, por vuestro honor, por la dignidad que recibisteis del Cristianismo, combatid, perseguid y desterrad la Moda deshonesta e inmoral.
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