Índice del número 245
Mayo de 1949. Director: Fr. José A. Arnau, ofm
- ¡Regina Mártyrum!. Editorial
Esencias, notas y frutos de la caridad. Fr. Juan Bta Gomis, ofm
P. Francisco Miguel Sirera. Florecillas de la Prov. de Valencia. Fr. Joaquín Sanchis, ofm
El sueño feliz de un Misionero. Fr. Gonzalo Valls, ofm
Ascensión de Jesús a los cielos. Fr. Rafael Fuster, ofm
A la Virgen María. Poema. Jesús Galbis - Amor a la Cruz. Fr. Luis Mestre, ofm
A la Virgen de los Desamparados. Poema. Fr. Bernardino Rubert, ofm
Artísticas. J. Mª Bayarri
María, Madre de los Desamparados. Fr. Pacífico Torres, ofm
El Buen Pastor. Poema. Jesús Galbis
Protestantismo. Arturo Fosar Bayarri
Fr. Maximiliano Kolbe. Fr. Bonaventura Meseguer, ofm
Noticias.
¡Regina Mártyrum!
De nuevo el mes de mayo, con su cortejo de rosas y lirios, de trinos y brisas, de claros amaneceres y días espléndidos y tardes bañadas en las caricias del tibio sol primaveral, trae a nuestras almas el recuerdo de la Madre de Dios y las invita para rendirle el testimonio de nuestros más tiernos amores.
Así se aprestan al realizarlo con dócil y encendido afán nuestros corazones de buenos hijos, que ante las torturas de cuerpo y de espíritu que sufren hoy muchos hermanos nuestros, no pueden menos que exclamar con el alma y los labios abrasados por la angustia de los momentos presentes: Reina de los Mártires, ruega por nosotros.
Y envuelve nuestra ardiente súplica este triple anhelo íntima y profundamente sentido, en el que quisiéramos vemos acompañados por todos y cada uno de los amables lectores y amigos de La Acción Antoniana:
1º. Que la invicta fortaleza de nuestra dulcísima Madre al pie de la Cruz, sostenga y aliente a los cristianos; que luchan por conservar incólume el tesoro sagrado de su Fe.
2°. Que las lágrimas derramadas por la Virgen Santísima en la Pasión y Muerte de Jesús sean el divino y eficaz consuelo de todos los hermanos nuestros que sufren persecución por la justicia, y
3°. Que el soberano poder de la Reina del Cielo, debeladora feliz de todas las herejías, aplaste la cabeza de ese dragón satánico que desde la estepa rusa pretende borrar del mundo el nombre de Cristo y anegar en ríos de sangre y de odio a la. pobre y desventurada humanidad.
Reina de los Mártires, ruega por nosotros.
Esencias, notas y frutos de la Caridad
Discurso que leyó el P. Juan Bta. Gomis, O. F. M., el 11 de abril, en la Junta General de las Conferencias de San Vicente de Paúl (Madrid), acto que presidió en calidad de Presidente de Honor.
El Presidente del Consejo Superior nos ha regalado el espíritu y el oído con un hermoso y breve discurso lleno de sentimientos nobles, de amplias ideas y de generosas insinuaciones. En él, ha expuesto y razonado el contenido y concatenación de cuatro palabras que requieren cuatro libros: Caridad, Compasión, Limosna, Misericordia. Estas cuatro palabras deben significar y ser las cuatro gemas del toisón de oro espiritual con que debe ir ornado el pecho místico de todos los Socios de las Conferencias de San Vicente de Paúl. No puedo yo enfrentarme con esas cuatro ideas, programa sublime de Sociología Cristiana, y no por falta de ganas, sino por premura de tiempo. Hablaré sólo de la primera, de la Caridad, únicamente con el fin de reforzar lo que ya hemos escuchado de boca de nuestro docto e ilustre Presidente.
Con verdad y con justa razón nos ha dicho, que la fuente inicial, primaria y única de las Obras de Misericordia cristiana, se llama y es la Caridad. La Caridad, entendida como debe entenderse, constituye el principio fontal de toda buena obra, y sin caridad, ninguna obra es plenamente grata a Dios. Luego, todas las demás, para serlo, han de participar de la Caridad, y en ella estar radicadas y fundadas.
Entiéndese por Caridad, Amor; y entiéndese por Amor, Caridad; por supuesto, que se toman estas palabras en su sentido más profundo, ora desde el punto de vista filosófico, ora del teológico. Todavía resuena en nuestro ánimo la frase lapidaria de nuestro Presidente: «Caridad y Amor, son una misma cosa.» Pues oíd la que consignó en su obra Subida del Monte Sión Parte I, c. 20), el franciscano Fr. Bernardino de Laredo, en la década tercera del siglo XVI: «La Caridad y el Amor una misma cosa son, y con un nudo se juntan, y con sola una mano van.» Es el eco del amor y de la caridad cristiana que resuena a través de los siglos en los pechos españoles.
Pero hay más: dos palabras definen a Dios, y éstas son Caridad y Amor, porque son palabras que tienen origen distinto filológico, pero contienen una misma idea suprema de Dios en cuanto bien supremo infinitamente comunicativo, condición esencial de la Caridad o Amor. Es una verdad íntimamente consoladora que nos enseñó S. Juan en su Carta Primera, capítulo IV, diciéndonos: «Dios es caridad, y el que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él.»
De esta doctrina y de otros lugares escriturísticos, se deduce que hay dos géneros supremos de Caridad o Amor: Caridad increada, que es Dios; y Caridad creada o participación de la Divinidad, semilla divina sembrada por Dios mismo, en el alma, tan eficazmente, que la transforma y la hace a El semejante en todo, de suerte que se llamen los hombres y sean hijos de Dios, no por naturaleza, como Jesucristo lo fue, sino por adopción real, con derecho a ser coherederos de las riquezas eternas con el mismo Jesucristo. Sin esta caridad creada, nadie puede salvarse, nadie puede conseguir la bienaventuranza imperecedera.
Es de tanta categoría la Caridad, tan necesaria para el buen obrar y para conseguir la perfección máxima, que toda la Ley Antigua y máxime la Nueva Ley de Gracia se ordenan a que tengamos, vivamos y muramos en perfecta caridad: El fin de los Mandamientos es la caridad que nace de un corazón puro, de una buena conciencia y fe no fingida (1 Tm 1, 5). Donde vemos implicadas las cualidades de la Caridad o Amor cristianos: pureza de alma, rectitud en la sindéresis y fe verdadera y viva. Claro está, según esto, que si bien la ciencia vana hincha, la caridad edifica (1 Co 8, 1).
Las propiedades inherentes a la Caridad, nos son enumeradas por quien las conocía .plena, profunda y sagazmente, en sí mismas y en sus manifestaciones peculiares. Me refiero a S. Pablo, quien dice: La Caridad, es sufrida, es dulce y bienhechora; la Caridad no tiene envidia, no obra precipitada ni temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no le irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace, sí, en la verdad; a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera, y lo soporta todo. La Caridad nunca fenece; en lugar de qué las profecías se terminarán, y cesarán las lenguas, y se acabará la ciencia ( 1 Co 13, 4-8).
Tales son los efectos maravillosos de la caridad creada en el alma de quien la posee. El mismo S. Pablo, para convencernos y estimularnos más eficazmente la posesión de la Caridad, dice con palabras inflamadas y rebosantes de espíritu: Cuando yo distribuyese todos mis bienes para sustento de los pobres, cuando entregara mi cuerpo a las llamas, si la caridad me falta, todo lo dicho no me sirve de nada (1 Co 13, 3). De nada sirve todo sin la Caridad; en cambio, la Caridad vale por todo, como que es algo divino.
Nos conviene, pues; nos es absolutamente necesario tener Caridad, estar en Gracia de Dios, esto es, vivir en una bienaventuranza comenzada, pues la futura que nos espera sólo será una bienaventuranza- consumada, Y hemos de aspirar a tenerla perfecta en cuanto nos sea posible en esta vida inestable y aflictiva. ¿Y quién podrá rayar tan alto? San Juan escribió: Quien guarda sus mandamientos —los de Jesucristo—, en ese verdaderamente la caridad es perfecta (1 Jn 2, 5). A cumplir, pues, la Ley Cristiana, cuantos quieran ser perfectos en caridad y amor.
El amor al prójimo, no ya solamente como a hombre, sino como a hermano y a hermano en Jesucristo, es precepto evangélico; se sigue, por tanto, que debemos amarle como a nosotros mismos, cumpliendo con él todos los oficios y bañándole con todas las finezas y ternuras de la Caridad verdadera, solícita y bien ordenada. En otros términos: hemos de amar con amor de caridad a todos- los hombres sin excepción, y especialmente, a nuestros hermanos en la fe por sernos más allegados, estarles más obligados y ser más nuestros. Y este amor de caridad no ha de ser de palabra únicamente, sino más bien de obra y de sacrificio. Nosotros, los españoles, lo hemos entendido bien y hemos dado a la idea una expresión imperecedera, convertida en adagio, cuando decimos con aire triunfal: Obras son amores, que no buenas razones. Admirable sentencia, manifestadora del pensar y del sentir filosófico de un Pueblo.
Obras quiere Dios, obras, decía gozosamente Santa Teresa; y obras queremos los españoles; obras que glorifiquen a Dios y sean provechosas a nuestros prójimos. Con obras probaremos irrefutablemente que amamos de verdad. En San Juan, leemos: Quien tiene bienes de este mundo, y viendo a su hermano en necesidad, cierra las entrañas para no compadecerse de él, cómo es posible que resida en él la caridad de Dios (1 Jn 3, 17).
¡Con qué recio lenguaje flagela el mismo San Juan a quienes pretenden juntar en uno, el amor de Dios con el odio o el menosprecio del prójimo! He aquí sus palabras memorables: Si alguno dice: Sí, yo amo a Dios; al paso que aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su. hermano a quien ve, a Dios, a quien no ve, ¿cómo podrá amarle? (1 Jn 4, 20). Y concluye con una frase, panal de miel extraído de la colmena de su corazón henchido de amor de caridad: Hijitos míos, no amemos de palabra y lengua, sino con obras y de veras (1 Jn 3, 18).
Ahora bien, el Socio de San Vicente de Paúl, ha de sentir, siente la. llama de amor viva en el pecho: sabe amar a su prójimo necesitado, socorrerle y servirle. Como el Apóstol San Pablo, dice, la caridad de Cristo nos urge (1 Co 5, 14). La chispa de amor divino, caída en su corazón, se acrecienta y se torna hoguera y lanza llamaradas fuera de sí. Hace suyas las palabras ardorosas y emocionantes de Jesucristo: Fuego vine a traer a la Tierra, y ¿qué quiero, sino que arda! (Lc 12, 49). Que arda en todos los corazones, convertidos en aras espirituales donde Dios sea adorado en espíritu y en verdad.
Por tanto, lo primero que hace el Socio de San Vicente es abrir su pecho para que salga libremente a manera de chispazos el fuego que dentro de sí tiene, a fin de que prenda y se cebe en el alma del prójimo, hermano suyo en Cristo. Quiere, ante todo, levantarle, dignificarle, darte categoría de hijo de Dios por adopción, al modo que Jesucristo lo es por naturaleza. Esta dignidad, la más alta que puede haber sobre la Tierra, la más,gloriosa y la más beneficiosa, es tal y tan íntima, que nadie ni nada nos la puede arrebatar si. nosotros queremos permanecer fieles a nuestro Dios.
El socio de San Vicente de Paúl, ve siempre en el prójimo, primero a Dios, luego al hombre, después a Jesucristo, y, posteriormente, al hermano, cuádruple lazo con que le enlaza consigo, le hace suyo y le constriñe a que le ame como a sí mismo se ama.
Y amándole así, ha de obrar consiguientemente: se ha de preocupar por él, como por sí mismo se preocupa; no ha de esperar a que acudan a él, es él quien ha de salir al encuentro del hermano desnaturalizado. del hermano ignorante, del hermano enfermo, pobre, hambriento, desnudo, desamparado, sin luz en la mente y sin calor en el corazón, llagado en el cuerpo y llagado en el. alma, con ansias de Dios y sin Dios, con el espíritu vacío y buscando quien se o llene, con angustia, con tristeza, viviendo y muriendo sin el arrimo material y moral que necesita con tanta premura.
He ahí la misión altísima del Socio de San Vicente de Paúl. Oprime el espíritu ver tanta miseria y ser impotente para el remedio; lastima el corazón. Los obreros de la viña del Señor, los Socios de las Conferencias, acuden al campo, al trabajo, al socorro de los hermanos necesitados de pan, de espíritu, de justicia, de cariño y de amor. Ellos van con el socorro en las manos, con la sonrisa en la cara, con el amor en el pecho, y con pies de evangelizadores. Alguno que otro buen ángel encontrarán, pero los más serán ángeles caídos, rotas las alas; con ansias de redención unos, con indiferencia otros, con sequedad y hasta con hostilidad, no pocos. Pero ellos, fortificados con el espíritu de Cristo que llevan inoculado en las venas de sus almas, y adiestrados en la escuela del sacrificio, del dolor y de la compasión, saben navegar entre escollos sin zozobrar; saben conseguir lo que pretenden, ganándose lo voluntad y el corazón de los infortunados de bienes celestiales y de bienes terrenales, con superabundancia de caridad, de amor cordial y de amor eficaz económicamente.
Ellos saben de amor, y, por consiguiente, saben de dolor, secuela necesaria del amor cuando es vivo y no sólo de nombre. Pero el dolor, cristianamente sentido y abrazado, es semillero de bienes innúmeros, que enriquecen con tesoros terrestres y con tesoros divinos. Esta consideración, tan fecunda en nobles ideas, los conforta, estimula y aguija en sus no interrumpidas obras de misericordia. Nada les detiene en la empresa espinosa y ardua: se ventila en ella la causa de Dios, de Cristo y de sus pobres, causa que ha de salir triunfadora.
Ellos han sabido imitar a su Patrono San Vicente de Paúl y a su fundador Federico Ozanám, Terciario Franciscano, que se hicieron todo para todos sus pobres; y obran la caridad con tal primor, gracia y arte, con tal virtud y bondadosa eficacia, que cuando los visitados, socorridos y consolados por ellos, ven que se alejan de sus tugurios o de sus habitaciones míseras, les parece que son envueltos por tinieblas y que se les apaga la lumbre de sus ojos. Y, entonces, como los discípulos de Emaús, cuando se les desvaneció Jesucristo, dicen una y otra vez, con emoción dichosa y anhelante: ¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón mientras nos hablaba? (Lc 24, 32). Y este es el fruto más precioso que buscan y consiguen los Socios de San Vicente: la redención y elevación espiritual y económica de sus visitados y protegidos, que han de ser para ellos, como los hermanos menores, infelices y desgraciados, que reclaman ayuda, consuelo y amor. Una limosna de amor vale por un tesoro.
Por esta hazaña heroica, regeneradora, íntimamente cristiana, de salvación espiritual y material de los pobrecillos y desheredados, los Socios de las Conferencias se hacen acreedores a que, cuando llegue aquel día grande y último, el día del juicio supremo, oigan la voz amorosa del justo juez, que les dirá con palabras llenas de amabilidad e infinita ternura: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo. Porque tuve hambre, y me diste de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino, y me hospedasteis. Estando desnudo, me cubristeis; enfermo, me visitasteis; encarcelado, vinisteis a verme. En verdad os digo: Siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 34-36, 40).
A este premio, a este triunfo, a este reino imperecedero se hacen dignos los socios de San Vicente de Paúl, cuando con amor y por amor, con servicio y sacrificio, laboran por aquellos que siendo menospreciados a los ojos del mundo son preciosos a los ojos de Dios, porque llevan su sello divino y tienen, como todos los hombres, un destino eterno y glorioso, si no lo frustran con su infidelidad y desamor. A la lid; adelante, caballeros de Cristo y de San Vicente de Paúl; sed portadores de amor y de pan, alimento del alma y alimento del cuerpo de cuantos viven desheredados, en el valle de lágrimas de la tierra.