Índice del número 245

Mayo de 1949. Director: Fr. José A. Arnau, ofm

¡Regina Mártyrum!

De nuevo el mes de mayo, con su cortejo de rosas y lirios, de trinos y brisas, de claros amaneceres y días espléndidos y tardes bañadas en las caricias del tibio sol primaveral, trae a nuestras almas el recuerdo de la Madre de Dios y las invita para rendirle el testimonio de nuestros más tiernos amores.
Así se aprestan al realizarlo con dócil y encendido afán nuestros corazones de buenos hijos, que ante las torturas de cuerpo y de espíritu que sufren hoy muchos hermanos nuestros, no pueden menos que exclamar con el alma y los labios abrasados por la angustia de los momentos presentes: Reina de los Mártires, ruega por nosotros.

Y envuelve nuestra ardiente súplica este triple anhelo íntima y profundamente sentido, en el que quisiéramos vemos acompañados por todos y cada uno de los amables lectores y amigos de La Acción Antoniana:

1º. Que la invicta fortaleza de nuestra dulcísima Madre al pie de la Cruz, sostenga y aliente a los cristianos; que luchan por conservar incólume el tesoro sagrado de su Fe.

2°. Que las lágrimas derramadas por la Virgen Santísima en la Pasión y Muerte de Jesús sean el divino y eficaz consuelo de todos los hermanos nuestros que sufren persecución por la justicia, y

3°. Que el soberano poder de la Reina del Cielo, debeladora feliz de todas las herejías, aplaste la cabeza de ese dragón satánico que desde la estepa rusa pretende borrar del mundo el nombre de Cristo y anegar en ríos de sangre y de odio a la. pobre y desventurada humanidad.

Reina de los Mártires, ruega por nosotros.

Esencias, notas y frutos de la Caridad

Discurso que leyó el P. Juan Bta. Gomis, O. F. M., el 11 de abril, en la Junta General de las Conferencias de San Vicente de Paúl (Madrid), acto que presidió en calidad de Presidente de Honor.

El Presidente del Consejo Superior nos ha regalado el espíritu y el oído con un hermoso y breve discurso lleno de sentimientos nobles, de amplias ideas y de generosas insinuaciones. En él, ha expuesto y razonado el contenido y concatenación de cuatro palabras que requieren cuatro libros: Caridad, Compasión, Limosna, Misericordia. Estas cuatro palabras deben significar y ser las cuatro gemas del toisón de oro espiritual con que debe ir ornado el pecho místico de todos los Socios de las Conferencias de San Vicente de Paúl. No puedo yo enfrentarme con esas cuatro ideas, programa sublime de Sociología Cristiana, y no por falta de ganas, sino por premura de tiempo. Hablaré sólo de la primera, de la Caridad, únicamente con el fin de reforzar lo que ya hemos escuchado de boca de nuestro docto e ilustre Presidente.

Con verdad y con justa razón nos ha dicho, que la fuente inicial, primaria y única de las Obras de Misericordia cristiana, se llama y es la Caridad. La Caridad, entendida como debe entenderse, constituye el principio fontal de toda buena obra, y sin caridad, ninguna obra es plenamente grata a Dios. Luego, todas las demás, para serlo, han de participar de la Caridad, y en ella estar radicadas y fundadas.
Entiéndese por Caridad, Amor; y entiéndese por Amor, Caridad; por supuesto, que se toman estas palabras en su sentido más profundo, ora desde el punto de vista filosófico, ora del teológico. Todavía resuena en nuestro ánimo la frase lapidaria de nuestro Presidente: «Caridad y Amor, son una misma cosa.» Pues oíd la que consignó en su obra Subida del Monte Sión Parte I, c. 20), el franciscano Fr. Bernardino de Laredo, en la década tercera del siglo XVI: «La Caridad y el Amor una misma cosa son, y con un nudo se juntan, y con sola una mano van.» Es el eco del amor y de la caridad cristiana que resuena a través de los siglos en los pechos españoles.

Pero hay más: dos palabras definen a Dios, y éstas son Caridad y Amor, porque son palabras que tienen origen distinto filológico, pero contienen una misma idea suprema de Dios en cuanto bien supremo infinitamente comunicativo, condición esencial de la Caridad o Amor. Es una verdad íntimamente consoladora que nos enseñó S. Juan en su Carta Primera, capítulo IV, diciéndonos: «Dios es caridad, y el que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él.»

De esta doctrina y de otros lugares escriturísticos, se deduce que hay dos géneros supremos de Caridad o Amor: Caridad increada, que es Dios; y Caridad creada o participación de la Divinidad, semilla divina sembrada por Dios mismo, en el alma, tan eficazmente, que la transforma y la hace a El semejante en todo, de suerte que se llamen los hombres y sean hijos de Dios, no por naturaleza, como Jesucristo lo fue, sino por adopción real, con derecho a ser coherederos de las riquezas eternas con el mismo Jesucristo. Sin esta caridad creada, nadie puede salvarse, nadie puede conseguir la bienaventuranza imperecedera.

Es de tanta categoría la Caridad, tan necesaria para el buen obrar y para conseguir la perfección máxima, que toda la Ley Antigua y máxime la Nueva Ley de Gracia se ordenan a que tengamos, vivamos y muramos en perfecta caridad: El fin de los Mandamientos es la caridad que nace de un corazón puro, de una buena conciencia y fe no fingida (1 Tm 1, 5). Donde vemos implicadas las cualidades de la Caridad o Amor cristianos: pureza de alma, rectitud en la sindéresis y fe verdadera y viva. Claro está, según esto, que si bien la ciencia vana hincha, la caridad edifica (1 Co 8, 1).

Las propiedades inherentes a la Caridad, nos son enumeradas por quien las conocía .plena, profunda y sagazmente, en sí mismas y en sus manifestaciones peculiares. Me refiero a S. Pablo, quien dice: La Caridad, es sufrida, es dulce y bienhechora; la Caridad no tiene envidia, no obra precipitada ni temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no le irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace, sí, en la verdad; a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera, y lo soporta todo. La Caridad nunca fenece; en lugar de qué las profecías se terminarán, y cesarán las lenguas, y se acabará la ciencia ( 1 Co 13, 4-8).

Tales son los efectos maravillosos de la caridad creada en el alma de quien la posee. El mismo S. Pablo, para convencernos y estimularnos más eficazmente la posesión de la Caridad, dice con palabras inflamadas y rebosantes de espíritu: Cuando yo distribuyese todos mis bienes para sustento de los pobres, cuando entregara mi cuerpo a las llamas, si la caridad me falta, todo lo dicho no me sirve de nada (1 Co 13, 3). De nada sirve todo sin la Caridad; en cambio, la Caridad vale por todo, como que es algo divino.

Nos conviene, pues; nos es absolutamente necesario tener Caridad, estar en Gracia de Dios, esto es, vivir en una bienaventuranza comenzada, pues la futura que nos espera sólo será una bienaventuranza- consumada, Y hemos de aspirar a tenerla perfecta en cuanto nos sea posible en esta vida inestable y aflictiva. ¿Y quién podrá rayar tan alto? San Juan escribió: Quien guarda sus mandamientos —los de Jesucristo—, en ese verdaderamente la caridad es perfecta (1 Jn 2, 5). A cumplir, pues, la Ley Cristiana, cuantos quieran ser perfectos en caridad y amor.

El amor al prójimo, no ya solamente como a hombre, sino como a hermano y a hermano en Jesucristo, es precepto evangélico; se sigue, por tanto, que debemos amarle como a nosotros mismos, cumpliendo con él todos los oficios y bañándole con todas las finezas y ternuras de la Caridad verdadera, solícita y bien ordenada. En otros términos: hemos de amar con amor de caridad a todos- los hombres sin excepción, y especialmente, a nuestros hermanos en la fe por sernos más allegados, estarles más obligados y ser más nuestros. Y este amor de caridad no ha de ser de palabra únicamente, sino más bien de obra y de sacrificio. Nosotros, los españoles, lo hemos entendido bien y hemos dado a la idea una expresión imperecedera, convertida en adagio, cuando decimos con aire triunfal: Obras son amores, que no buenas razones. Admirable sentencia, manifestadora del pensar y del sentir filosófico de un Pueblo.

Obras quiere Dios, obras, decía gozosamente Santa Teresa; y obras queremos los españoles; obras que glorifiquen a Dios y sean provechosas a nuestros prójimos. Con obras probaremos irrefutablemente que amamos de verdad. En San Juan, leemos: Quien tiene bienes de este mundo, y viendo a su hermano en necesidad, cierra las entrañas para no compadecerse de él, cómo es posible que resida en él la caridad de Dios (1 Jn 3, 17).

¡Con qué recio lenguaje flagela el mismo San Juan a quienes pretenden juntar en uno, el amor de Dios con el odio o el menosprecio del prójimo! He aquí sus palabras memorables: Si alguno dice: Sí, yo amo a Dios; al paso que aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su. hermano a quien ve, a Dios, a quien no ve, ¿cómo podrá amarle? (1 Jn 4, 20). Y concluye con una frase, panal de miel extraído de la colmena de su corazón henchido de amor de caridad: Hijitos míos, no amemos de palabra y lengua, sino con obras y de veras (1 Jn 3, 18).

Ahora bien, el Socio de San Vicente de Paúl, ha de sentir, siente la. llama de amor viva en el pecho: sabe amar a su prójimo necesitado, socorrerle y servirle. Como el Apóstol San Pablo, dice, la caridad de Cristo nos urge (1 Co 5, 14). La chispa de amor divino, caída en su corazón, se acrecienta y se torna hoguera y lanza llamaradas fuera de sí. Hace suyas las palabras ardorosas y emocionantes de Jesucristo: Fuego vine a traer a la Tierra, y ¿qué quiero, sino que arda! (Lc 12, 49). Que arda en todos los corazones, convertidos en aras espirituales donde Dios sea adorado en espíritu y en verdad.

Por tanto, lo primero que hace el Socio de San Vicente es abrir su pecho para que salga libremente a manera de chispazos el fuego que dentro de sí tiene, a fin de que prenda y se cebe en el alma del prójimo, hermano suyo en Cristo. Quiere, ante todo, levantarle, dignificarle, darte categoría de hijo de Dios por adopción, al modo que Jesucristo lo es por naturaleza. Esta dignidad, la más alta que puede haber sobre la Tierra, la más,gloriosa y la más beneficiosa, es tal y tan íntima, que nadie ni nada nos la puede arrebatar si. nosotros queremos permanecer fieles a nuestro Dios.

El socio de San Vicente de Paúl, ve siempre en el prójimo, primero a Dios, luego al hombre, después a Jesucristo, y, posteriormente, al hermano, cuádruple lazo con que le enlaza consigo, le hace suyo y le constriñe a que le ame como a sí mismo se ama.

Y amándole así, ha de obrar consiguientemente: se ha de preocupar por él, como por sí mismo se preocupa; no ha de esperar a que acudan a él, es él quien ha de salir al encuentro del hermano desnaturalizado. del hermano ignorante, del hermano enfermo, pobre, hambriento, desnudo, desamparado, sin luz en la mente y sin calor en el corazón, llagado en el cuerpo y llagado en el. alma, con ansias de Dios y sin Dios, con el espíritu vacío y buscando quien se o llene, con angustia, con tristeza, viviendo y muriendo sin el arrimo material y moral que necesita con tanta premura.

He ahí la misión altísima del Socio de San Vicente de Paúl. Oprime el espíritu ver tanta miseria y ser impotente para el remedio; lastima el corazón. Los obreros de la viña del Señor, los Socios de las Conferencias, acuden al campo, al trabajo, al socorro de los hermanos necesitados de pan, de espíritu, de justicia, de cariño y de amor. Ellos van con el socorro en las manos, con la sonrisa en la cara, con el amor en el pecho, y con pies de evangelizadores. Alguno que otro buen ángel encontrarán, pero los más serán ángeles caídos, rotas las alas; con ansias de redención unos, con indiferencia otros, con sequedad y hasta con hostilidad, no pocos. Pero ellos, fortificados con el espíritu de Cristo que llevan inoculado en las venas de sus almas, y adiestrados en la escuela del sacrificio, del dolor y de la compasión, saben navegar entre escollos sin zozobrar; saben conseguir lo que pretenden, ganándose lo voluntad y el corazón de los infortunados de bienes celestiales y de bienes terrenales, con superabundancia de caridad, de amor cordial y de amor eficaz económicamente.

Ellos saben de amor, y, por consiguiente, saben de dolor, secuela necesaria del amor cuando es vivo y no sólo de nombre. Pero el dolor, cristianamente sentido y abrazado, es semillero de bienes innúmeros, que enriquecen con tesoros terrestres y con tesoros divinos. Esta consideración, tan fecunda en nobles ideas, los conforta, estimula y aguija en sus no interrumpidas obras de misericordia. Nada les detiene en la empresa espinosa y ardua: se ventila en ella la causa de Dios, de Cristo y de sus pobres, causa que ha de salir triunfadora.

Ellos han sabido imitar a su Patrono San Vicente de Paúl y a su fundador Federico Ozanám, Terciario Franciscano, que se hicieron todo para todos sus pobres; y obran la caridad con tal primor, gracia y arte, con tal virtud y bondadosa eficacia, que cuando los visitados, socorridos y consolados por ellos, ven que se alejan de sus tugurios o de sus habitaciones míseras, les parece que son envueltos por tinieblas y que se les apaga la lumbre de sus ojos. Y, entonces, como los discípulos de Emaús, cuando se les desvaneció Jesucristo, dicen una y otra vez, con emoción dichosa y anhelante: ¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón mientras nos hablaba? (Lc 24, 32). Y este es el fruto más precioso que buscan y consiguen los Socios de San Vicente: la redención y elevación espiritual y económica de sus visitados y protegidos, que han de ser para ellos, como los hermanos menores, infelices y desgraciados, que reclaman ayuda, consuelo y amor. Una limosna de amor vale por un tesoro.

Por esta hazaña heroica, regeneradora, íntimamente cristiana, de salvación espiritual y material de los pobrecillos y desheredados, los Socios de las Conferencias se hacen acreedores a que, cuando llegue aquel día grande y último, el día del juicio supremo, oigan la voz amorosa del justo juez, que les dirá con palabras llenas de amabilidad e infinita ternura: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que os está preparado desde el principio del mundo. Porque tuve hambre, y me diste de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino, y me hospedasteis. Estando desnudo, me cubristeis; enfermo, me visitasteis; encarcelado, vinisteis a verme. En verdad os digo: Siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 34-36, 40).

A este premio, a este triunfo, a este reino imperecedero se hacen dignos los socios de San Vicente de Paúl, cuando con amor y por amor, con servicio y sacrificio, laboran por aquellos que siendo menospreciados a los ojos del mundo son preciosos a los ojos de Dios, porque llevan su sello divino y tienen, como todos los hombres, un destino eterno y glorioso, si no lo frustran con su infidelidad y desamor. A la lid; adelante, caballeros de Cristo y de San Vicente de Paúl; sed portadores de amor y de pan, alimento del alma y alimento del cuerpo de cuantos viven desheredados, en el valle de lágrimas de la tierra.

Fr. Juan Bta. Gomis, ofm


Florecillas de la Seráfica Provincia de Valencia

XIX. Un Prelado completo

Lo fue el P. Francisco Miguel Sirera. Nacido en Murla, patria también del Venerable P. Pedro Vives, había cursado Filosofía y Leyes en la Universidad valentina antes de ingresar en el Seminario, lo cual le daba una preparación nada común en aquellos tiempos. Vistió el hábito franciscano el año 1879, siendo ya sacerdote, y nueve años después, a pesar de que en su humildad manifestaba a los superiores los que él calificaba como defectos que le hacían inepto para los oficios y responsabilidades de gobierno, ya era elevado al primer puesto de la provincia. Unía a su ciencia un temperamento bondadoso y apacible, un carácter emprendedor y, sobre todo, un «peso» enorme de bien acrisolada virtud. Prestó un enorme empuje a los estudios en la provincia dando forma definitiva al Colegio Seráfico; extendió la familia franciscana con la fundación de nuevos conventos y fomentó la disciplina regular con sabias disposiciones y con el ejemplo de su vida verdaderamente franciscana.

Viajaba siempre a pie, alimentándose por el camino con las limosnas que los bienhechores le ofrecían. Nunca faltaba a los actos de comunidad y particularmente a los maitines de media noche. Y en el cumplimiento de todo lo preceptuado por nuestras leyes, era siempre el primero.

La muerte le salió al encuentro en Pego, adonde había ido para colocar la primera piedra de, la nueva fundación. Cinco días no más guardó cama. Era el 5 de febrero de 1892 cuando, rezados los salmos penitenciales entre los sollozos de los circunstantes, y dichos con voz apagada el Te Deum y el Bendícete, entregó el espíritu al Creador.

Y tal fama de santidad dejó que los fieles de Pego y de los pueblos circunvecinos, al enterarse de la muerte del P. Provincial, corrieron a rendir homenaje a su santa vida, y aprovechándose de los descuidos de los religiosos, se arrojaban sobre el cadáver para cortarle retazos del hábito, que se llevaban como reliquias. Desde el cielo continúe el bendito Padre haciendo bien a la provincia que tanto le debe.

Fr. Joaquín Sanchis Alventosa, ofm

Palabras de San Francisco

«Ciertamente que los puestos honoríficos son muy peligrosos para la salvación, tanto por la vana gloria que hay que temer en ellos cuanto al gobierno, que es muy peligroso; mas en los oprobios no hay sino motivos de merecer. Si me quitas en la prelacia, estaría exento de dar cuenta a Dios de muchas almas.

La prelacia es una ocasión de caída y las alabanzas ponen al borde del precipicio; pero en el humilde estado de súbdito hay mucho que ganar. ¿Por qué, pues, buscamos más los peligros, nos adherimos más a las cosas peligrosas, que a aquellas que nos procuran una ganancia espiritual?...» ¡Precioso documento es éste, que no debieran perder de vista cuantos ambicionan dignidades y cuando las poseen temen perderlas!

El Sueño feliz de un Misionero

En Navidad de 1947 llegaba a Shanghai, procedente de Italia, vía Norteamérica, un grupo de veintiocho noveles misioneros franciscanos, entre los cuales, ocho neosacerdotes de la provincia de Venecia, destinados a la archidiócesis de Hankow y a la leprosería franciscana de Mosimien, cerca del Tibet, De estos venecianos formaba parte el joven P. Guillermo Solimán, alma apostólica de cuerpo entero.

De sus compañeros, quién aspiraba a una vida larga, fecunda, de conversiones y bautismos; quién a una palma de martirio, otros a morir leproso después de largos años en la asistencia de aquellos infelices. Nuestro P. Guillermo, formado a la escuela de Santa Teresita, soñaba humildemente a atravesar el mar, convertir un alma y luego morir. El Señor acogió benignamente el deseo y le dio pronto cumplimiento.
La primera parte había quedado ya cumplida, no sin peligro, pues la tempestad que les acompañó por el Atlántico y luego por el Pacífico, agitó de tal manera la nave que los mismos jefes de ella temieron el naufragio.

La segunda ilusión debía cumplirse en breve y precisamente convirtiendo a su mismo profesor de lengua china.

El P. Guillermo fue mandado para aprender el chino a la Casa Franciscana de Pekín, especializada en esos estudios. Allí encontró al alma que la Providencia le señalaba.

Según el método usado en aquella escuela, a los discípulos cada día se les enseñan algunos caracteres bien determinados, se les da la pronunciación, se explica el significado, se analiza la composición gráfica —todo esto pasando por diversos profesores— para terminar con una clase singular en que cada estudiante tiene un solo maestro y mantiene con él una conversación en chino, en que ambos sólo usan los caracteres o palabras aprendidas aquel día o las ya conocidas y usadas en clases anteriores.

Un día, entre las nueve palabras de la jornada figuraban estas dos: «pagano», «cristiano». El P. Guillermo, con la confianza infantil que profesaba a sus profesores en la clase de conversación particular, se atrevió a anticipar una pregunta a su maestro: ¿Es usted pagano o cristiano?... Y a la respuesta negativa del maestro, añadió: ¿Y por qué no se hace cristiano?... El maestro quedó entrecortado, sin saber qué responder, pero una sonrisa de complacencia manifestó que su corazón no era hostil a semejante idea, por lo que el discípulo le pareció ver en aquella alma la primera conquista que el Señor le pedía. Había sonado para ambos la hora de la Providencia, estableciendo el contacto entre aquellas dos almas. La gracia trabajaba.

Desde aquel día el P. Guillermo se propuso en su corazón la conversión de su maestro y resolvió no cejar t en su empeño hasta conseguirla. Tenaz como era en sus propósitos, puso en actividad todas sus energías, encomendándole vivamente a la Stma. Virgen, mientras, sirviéndose del poco chino que sabía, lo exhortaba a estudiar la Religión Cristiana, para lo cual le entregó algunos libros apologéticos y especialmente el Catecismo, a fin de que pudiera conocer el contenido doctrinal y moral del Catolicismo.
El Señor, Movido por las oraciones del, discípulo, abría- el corazón del maestro para que percibiera la belleza de las verdades cristianas.

Un día el maestro declaró al discípulo: Este no es un libro como los otros, ya que leído una vez se siente la necesidad de comenzarlo de nuevo. Y añadía: Muchas cosas no las entiendo, pero presiento que deben encerrar maravillas. Entonces el maestro y el discípulo se cambiaban las partes y mientras aquél enseñaba a éste el modo de pronunciar y leer el carácter chino y su significado, éste exponía al maestro los profundos misterios que aquellos mismos caracteres encerraban en el lenguaje cristiano.

El maestro no salía de su estupor al encontrarse ante lo sobrenatural.

En la fiesta del Corpus, el maestro asistió a la procesión eucarística que se hacía por los jardines de la casa. Le llamó mucho la atención el misticismo de aquel acto y de los cantos que lo acompañaban. Al terminar, el P. Guillermo le invitó a tomar juntos el te y entre tanto que lo hacían, a la pregunta del maestro que curioso requería saber el significado de aquella Hostia tan adorada, el discípulo le expuso el dogma de la Eucaristía, el de la Misa que la consagra y el de la Pasión de Cristo que Aquélla rememora.
El maestro oía y lloraba conmovido, mientras el discípulo, a la vista de aquellas lágrimas, animaba su celo en la exposición.

De momento se oye interrumpir con esta emocionante frase: ¡Qué sublimidad!... ¡Qué grandeza de amor el de Jesús!... Infinito —repuso el discípulo—; sí, infinito, como corresponde a Dios cuando ama...
Otro día, explicándole el Sacramento de la iniciación cristiana y de sus admirables efectos de remisión de pecados, de regeneración e infusión de la vida divina con todo el cortejo de virtudes que acompañan la gracia bautismal, el maestro, inflamado del deseo de recibir todos aquellos dones, dijo al Padre: Yo quiero sea usted quien me administre las aguas regeneradoras y que así como por medio suyo se me ha revelado la belleza de la Religión Cristiana, así también reciba de sus manos el precioso regalo de la gracia del cielo y de mi incorporación a la Santa Iglesia.

Entre tanto, julio declinaba a su fin y las clases debían interrumpirse por un mes para que los estudiantes pudieran descansar durante los grandes calores estivales. El maestro, no resignándose a permanecer tanto tiempo sin nutrirse de aquel alimento espiritual que tanta hambre de verdad había despertado en su alma, rogó al discípulo le permitiera venir durante las vacaciones a conversar sobre Religión. Accedió gustoso el Padre y las conversaciones continuaron, siempre con mayor interés de ambas partes. En una de ellas el maestro le dijo: Como el rocío abre la corola de las flores, así sus palabras, oh Padre, abren mi corazón a la alegría y extienden ante mis ojos un horizonte de encantos que jamás hubiera podido soñar.
Los progresos del catecúmeno eran maravillosos, de modo qué ya se pensaba, de común acuerdo, fijar para el Bautismo el comienzo del curso. El P. Guillermo vivía con la ilusión de aquel día feliz; pero Dios, que había aceptado su primer deseo, no olvidaba que faltaba por cumplir el tercer punto y se apresuró a darle realidad.

A fines de agosto, tal vez por efecto de una insolación, el P. Guillermo contrajo una meningitis aguda que la ciencia no pudo contrarrestar. El P. Guillermo moría el 25 de agosto, a los 28 años y tras enfermedad de sólo tres días. Sus últimas palabras fueron: ¡Aperi Domine os meum...! [Señor, ábreme los labios]

Su muerte dejaba un gran vacío entre sus compañeros y su entierro resultó una conmovedora manifestación de duelo general. Entre los que acompañaban el féretro figuraba su maestro-discípulo, quien lloraba consternado al verse privado de aquel que debía bautizarlo.

No; el P. Guillermo no lo bautizará, pero a imitación de San Pablo, que confesaba «no haber sido mandado a bautizar, sino a evangelizar a los Corintios», podrá proclamarse su único Padre por haberlo engendrado en Cristo.

Este sueño se había trocado en feliz realidad.

Hancow, 2 febrero 1949.

Fr. Gonzalo Valls, ofm

El triunfo de Jesús

La Ascensión de Jesús a los Cielos

Dos montes, de configuración bien distinta. situados uno frente al otro, limitaban Jerusalén, en tiempo de Jesucristo, por el oriente y poniente, rozando ambos los muros de la santa ciudad. El Calvario, en el poniente, cobró fama por haber sido el escenario donde llegó al ocaso la vida mortal de Jesús; pero no siendo en su origen, más que un promontorio o saliente del monte Gareb, ha ido desapareciendo su primitiva forma a lo largo de los veinte siglos transcurridos desde que le dio nombre la muerte cruel de nuestro divino Redentor. Sus restos rocosos han quedado encerrados entre los edificios de la basílica del Santo Sepulcro, bien que recubiertos por las construcciones seculares que lo esconden y protegen contra el fervor indiscreto de tantos peregrinos que ya lo habrían hecho desaparecer por completo si hubieran estado al descubierto. No así el Olivete, que sigue en pie, como un centinela, señalando a las generaciones pasadas, presentes y futuras el gran triunfo de Jesús, su Ascensión a los cielos.

Y entre estos dos montes, un poco más al mediodía, asomaba más humilde el monte Sión, centro y cifra de toda la historia religioso-política del pueblo de Dios. Allí edificó David su ciudad fuerte después que lo hubo arrebatado a los gebuseos en un ataque genial de sorpresa, lleno de valor y de audacia. Desde allí dilató su reino en todas direcciones el invicto rey, y allí repasaba en su memoria los anales gloriosos de su pueblo cuando en su momento de inspiración divina dejó escrita una hermosa pieza literaria, cual es el salmo 67, cuajado de poesía y de alto valor épico. Es todo él un canto sublime a Jahvé, el Dios de Israel, que con brazo fuerte y mano en alto le condujo desde Egipto a su heredad santa allanando todos los obstáculos que se oponían a su paso.

La meta de aquel largo y prolongado viaje era precisamente este monte, desde donde contemplaba David, ebrio de gozo, la historia maravillosa y providencial de su pueblo. No hubo, desde Egipto a Basán, gente o nación que hubiera podido contener su avance prodigioso. Es verdad que los egipcios salieron en pos de ellos con carros de combate para cortarles el paso, pero fueron todos ellos rodando al fondo del mar Rojo cuando sus aguas, que les habían abierto un camino a aquéllos, se volvían a reunir, al entrar éstos en su cauce. Y ¿qué era toda la fuerza guerrera de esos pueblos hostiles comparada con el poder de Dios? «Los carros de Dios, escribe David, son millares y millares de millares, viene entre ellos Jahvé, del Sinaí al monde del Santuario.» Llegado aquí el espíritu profético del Señor se posa sobre el rey santo y del canto de gesta da un salto a la era mesiánica, señalando el verdadero vencedor de todos los enemigos de Dios, Cristo Jesús, a quien contempla gozoso resucitado y volviendo triunfante a los cielos: «Subiste a lo alto —escribe—, apresaste cautivos, recibiendo dones aun de los rebeldes y allí estás ahora...»

Unos veinticinco años después de la Ascensión, escribía San Pablo a la iglesia de Éfeso y les recordaba este hecho portentoso con que inauguraba Jesús su reino glorioso. El mismo Espíritu que movía proféticamente la pluma de David y le mostraba este momento con tanta antelación, esclarecía ahora la mente del Apóstol de los gentiles abriéndole todo el sentido de aquel pasaje, actuado en la primera primavera cristiana: «Subiendo Cristo hacia lo alto se llevó rehenes los cautivos, repartió dones a los hombres.»

iQué contraste! Los reyes victoriosos de la tierra someten a cruel esclavitud a los vencidos y les imponen tributos y duras cargas. Mas Jesús victorioso se lleva consigo a los justos que esperaban su redención para hacerles partícipes de su gloria. Y a los que quedaron en el mundo les reparte el abundante botín de su victoria, su gracia y los dones del Espíritu Santo.

Fr. Rafael Fuster Pons, ofm

La Virgen de Gracia

La Virgen de Gracia, patrona de Biar

Es el imán poderoso que atrae dulcemente los corazones de todos los biarenses que la aclaman fervorosamente por Madre y le honran todos los años del diez al trece de mayo, con solemnes actos religiosos y brillantes fiestas de moros y cristianos.

A la Virgen María

Plegaria de un niño

Los pliegues de tu manto,
dulcísima María,
le dan al alma mía
su abrigo maternal...
Y cada vez que el llanto
me llena de amargura,
recurro a tu ternura
con ánimo filial...

Tu nombre es mi consuelo,
mi luz y mi esperanza
y el iris de bonanza
de mi alma en la aflicción...
Por eso siempre anhelo
que nombre tan sagrado
lo lleve bien grabado
mi pobre corazón...

Tus ojos son estrellas
de claros resplandores
que todos mis amores
atraen hacia Ti...;

y calman mis querellas
y curan mis pesares,
y vida y luz a mares
derraman sobre mí...

Tus manos delicadas,
suaves y divinas
en rosas mis espinas
convierten sin cesar...
Y en todas mis jornadas
bendicen mis anhelos,
y llenan de consuelos
mi triste caminar...

No quieras, Madre mía,
jamás abandonarme...:
no quieras, no, dejarme
de frío perecer...
Mi vida y mi alegría
están en tu cariño...
La gloria de este niño
es tuyo siempre ser...

Jesús Galbis