Crónica del Convento de San Bernardino de Sena, de Petra (Mallorca)

XXIII
Venta y subasta del edificio y huerto del convento

En el «Boletín Oficial de Mallorca» del 6 de febrero de 1836 se publicó un decreto en el que se pedía a las autoridades y corporaciones locales sobre el destino que se podría dar a los edificios expropiados de los frailes. Las autoridades de Petra contestaron que el mayor rendimiento que se podría sacar del convento y su mejor finalidad sería vendiéndolo para viviendas particulares.

Ante la solicitud presentada por José Oliver, vecino de Palma, para comprar el convento y sus terrenos adjuntos, el 9 de agosto de 1842 el comisionado general de desamortización nombró perito al arquitecto don Lorenzo Abrines para que justipreciara el valor del convento y su huerto. El Ayuntamiento, por su parte también nombraba a Juan Gelabert, albañil y vecino de la villa.

El arquitecto Abrines levantó el plano de toda la extensión de los terrenos y construcciones habidas en los mismos, el único gráfico que poseemos del antiguo convento. En su informe, después de detallar la relación de todos los vecinos del conjunto de la propiedad, expone: «Siendo la extensión total del expresado edificio, doce mil setecientas noventa varas cuadradas castellanas superficiales, distribuidas en el modo y forma siguiente:

Huertos 8.548,80
Patios, Claustros y porción Plazuela de frente a la Iglesia 1.159,81
Iglesia y Sacristía 1.314,85
Edificio restante 1.776,54
Total 12.790.00

El piso superior se halla distribuido, en librería y diez y siete celdas de pequeñas dimensiones.

El inferior o planta baja consiste su distribución en Iglesia, Sacristía, Cocina, Refectorio, Establo, Escuela y seis celdas, con más extensión queda señalado en el plano que acompaña. La construcción del expresado edificio es de buena mampostería con sus paramentos, jambas y arcos de puertas y ventanas de sillería, dicho edificio no contiene monumento artístico que merezca su conservación, el mejor destino que se le puede dar en utilidad del Estado y beneficio público, es para casas de vecindario, y por lo tocante a su venta tanta utilidad reportará si se vende en pequeñas porciones como en globo.

Siendo su valor en capital 60.000 reales
Su anuo rédito 1.100 reales
Su conservación 300 reales

Esto es el sentir del que suscribe, según su ciencia pericia y conciencia.

Derechos por levantamiento del plano y justiprecie 500 reales.

Palma 20 de Octubre de 1842.
Lorenzo Abrines.» (111)

El señor Gelabert, perito por parte del Ayuntamiento lo justipreció de la forma siguiente:

Corral 400 libras
Convento e Iglesia 1.200 libras

Discordando tan notablemente ambos peritos sobre el valor asignado, se propuso nombrar un tercero, pero el señor Gelabert reconsideró su valuación y nuevamente lo tasó en 53.810 reales líquidos. Esta fue la cantidad que se acordó fijar por el valor total de la propiedad de convento.

Se notificó al comprador José Oliver el monto a pagar pero éste manifestó que no se conformaba con él. En vista de lo cual se procedió a los trámites de subasta fijando el día 8 de febrero de 1843, de siete y media ocho de la noche como fecha para su ejecución.

El «Boletín Oficial» del 5 de enero publicaba el pliego de condiciones con que se vendería en pública subasta el edificio y huertos del Convento de Petra. Anexo al convento había un huerto grande y otro pequeño. Entre las condiciones enumeradas merece la pena hacer notar aquí la de que dicha finca jamás se podría vincular en ningún tiempo ni por ningún título a manos muertas.

El 17 de este mismo mes se anunciaba igualmente e remate del convento, pero en el contexto del decreto hallamos una cláusula que no podemos silenciar. El comprador venía obligado a destruir y borrar la torre de todo signo que indicara el anterior destino del edificio Como se puede decir la desamortización de los bienes de las órdenes religiosas tenían un alcance y consecuencia más allá del aspecto material.

El día anunciado y a la hora señalada tuvo lugar la subasta del convento en los términos siguientes: «El Palma a ocho de Febrero de mil ochocientos cuarenta y tres: Hallándose el Sr. D. Francisco Estrada Juez de Primera Instancia de este Partido en uno de los balcones inferiores a esta Casa Consistorial acompañado de D. Pedro María Santaló Administrador de Bienes Nacionales dispuso se procediera a la subasta del edificio del suprimido Convento de Observantes de Petra con el huerto contiguo al mismo, todo con arreglo al plano que obra en el expediente y pliego de condiciones al efecto formado; y habiéndolo pregonado el Corregidor Arnaldo Palmés hasta las ocho de la noche dados que fuéronse apercibió al Público de remate; y no habiéndose superado la última postura de cincuenta y cuatro mil ochocientos reales de vellón que había ofrecido Don José Bordoy de este comercio y habiendo comparecido aceptó el remate con facultad de ceder; prometió pagar la suma ofrecida en cupones; y lo firmó con el Sr. Juez y el Administrador de Bienes Nacionales de que doy fe.» (112)

Fr. Salustiano Vicedo, ofm

NOTAS

(11) Venta del Convento y huerto de Observantes de Petra. Cajón 317, número 6. Archivo de la Catedral, Palma de Mallorca.

(112) Ibídem.

Ideario franciscano

XXIX. Obediencia con espíritu de fe y de amor

«Admitir a la obediencia» y «permanecer en la obediencia» eran términos que equivalían, en el lenguaje de Francisco, a admitir a la Orden o permanecer en ella. Tanta importancia revestía para Nuestro Padre la obediencia.

De ella va a ocuparse el presente artículo en un aspecto particular: el espíritu con que ha de realizarse lo mandado. El Perfectae Caritatis, 14 lo define como «espíritu de fe y de amor».

1. El espíritu de fe, que equivale en el orden natural al «buen sentido»,

es necesario para la convivencia, pero aún más para la perfecta obediencia. Para ver a Dios en la persona de nuestros semejantes, a veces llenos de defectos, hace falta mucha fe. La sumisión a los superiores se funda de hecho en la palabra evangélica: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia» (Lc 10, 16).

Este espíritu de fe animaba la obediencia de Francisco. En el Testamento, escrito cuando ya había renunciado por sus enfermedades al generalato, proclama: «El Señor me dio y da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la Santa Iglesia Romana, por el orden que tienen, que si me persiguieren, quiero recurrir a ellos. Y si yo tuviese tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo y hallase a los pobrecitos sacerdotes de este mundo en las parroquias donde moran, no quiero predicar contra su voluntad. Y a ellos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores; y no quiero en ellos considerar pecado, porque al Hijo de Dios discierno en ellos y son mis señores» (Test.).

«Porque son mis señores». Difícilmente se encontrará en la literatura ascética una sentencia que revele tanta humildad y sinceridad, tanto espíritu de fe.

Un ejemplo heroico de este espíritu de fe nos dio Francisco cuando le fue revelado el fin trágico reservado a fray Elías No por conocer los equivocados pasos que llevarían al entonces General a rebelarse contra el Papa y a caer en la excomunión, le negó el Seráfico Padre la reverencia, obediencia y amor que hasta entonces le había profesado; antes los ejercitó de manera más sublime, consiguiendo así, por sus méritos y oraciones, que el Señor librara a fray Elías de la condenación.

El Perfectae Caritatis, 14 califica de humile obsequium, humilde rendimiento, la obediencia, la cual merecerá tal calificativo cuando reúna las siguientes condiciones:

a) Ser ciega en las motivaciones.

Esta cualidad tiene hoy mala prensa, y ello porque al rendimiento del juicio se le ha dado un sentido distinto del que tuvo originariamente. La obediencia es virtud de la voluntad, no del entendimiento. El rendimiento del juicio mira a hacer callar las indagaciones del amor propio que anda tras el porqué del mandato, y a sofocar las apreciaciones propias, que favorecen la sobrevaloración de nosotros mismos. No podemos, de hecho, cerrar los ojos al examen de la materia del mandato, de lo contrario sería imposible apreciar si es o no contrario al alma o a la regla; pero sí debemos sofocar la tendencia a inquirir el motivo del precepto.
No cabe duda que el Seráfico Patriarca enseñaba a los suyos la obediencia ciega en las motivaciones. Recuérdese si no el apólogo del cadáver (Cel. II, 152). Aunque los PP. Esser y Grau insisten en que la alegoría intenta mostrar simplemente que «no se da obediencia sin humildad» (Risposta all'amore, II, pág. 90, 1965), no pueden perderse de vista otros pasajes, como el del símil del ciego guiado por un perro, en que nuestro Fundador exige una obediencia como la aquí expuesta.

b) Practicarse sin reservas.

No las debe abrigar el súbdito aun en el caso de un superior incompetente, ya que los defectos del Superior entran también en los planes de la Economía divina. «Cuanto más vil es el que preside, tanto más meritoria es la humildad del obediente» (Cel. II, 151). Francisco dispuesto a obedecer a un novicio, caso de que se le diese por superior, ha de servimos de ejemplo en este punto (Cf. Cel. II, 151; S. Buenaventura, 67; seis compañeros, 77).

Aún más. Se ha de tender a sobreestimar el juicio del Superior y subestimar el propio, porque en nosotros existe una tendencia contraria, que puede quitar objetividad a la visión, y, por encima de esto, porque el superior tiene la gracia de estado, que le favorece y le pone por encima del que puede juzgar a base de sus escasas luces.

Menos caso hemos de hacer de las simpatías o antipatías que despierta la persona del Superior. Ello es un fútil motivo que puede privar de mérito nuestra obediencia.

La obediencia que no mira a la persona del Superior conduce de la mano a lo que se ha llamado obediencia de juicio. Aunque, como queda dicho, la obediencia es virtud de la voluntad, no del entendimiento, revela el calificativo de este modo de obedecer una no común mortificación del juicio, que resulta siempre penosa y purificante. A este grado de obediencia parece referirse, aunque veladamente, la Evangélica Testificado cuando dice: «Un religioso no debe admitir fácilmente que haya contradicción entre el juicio de su consciencia y el del Superior» (28).

2. El Espíritu de amor es elemento esencial en una obediencia asumida libremente,

sin imposición ni coacción, antes abrazada con anhelos de perfección. Ello exige que sea:

a) Voluntaria.

El acto de voluntad refuerza el hábito de obediencia. Nuestra docilidad a Dios presupone la sumisión espontánea a cuantos puede reflejar su voluntad. El obediente va impelido por una alegría santa que le hace fácil hasta lo que de suyo es difícil, la alegría que Francisco quería ver reflejada tanto en el buen obediente como en el que le manda (Espejo, 46).

b) Pronta y diligente,

como quien se siente feliz de servir al que representa a Dios. Los ojos del súbdito han de estar puestos en el rostro de su Superior, en espera de sus órdenes. Francisco decía: «Aquel que no obedece prontamente en lo que se le mandó da pruebas de no temer a Dios y de no respetar a los hombres» (Espejo, 49).

c) Generosa.

No nos ha de frenar, en el cumplimiento de lo que se nos manda, la dureza del precepto. Francisco solía decir: «Cumplid siempre a la primera palabra lo que se os ordena y no esperéis se os haya de repetir lo ordenado» (Cel. II, 51). Ni nos hemos de contentar con realizar lo mandado. Hay que intentar adivinar los deseos del Superior. Afirmaba el Santo: «El espíritu de la verdadera obediencia prefiere anticiparse que esperar el precepto. Cuando el religioso llega a adivinar la voluntad del Superior debe al momento ponerla en práctica» (Cel. I, 45).

d) Activa y responsable.

Lo que conseguirán los religiosos «poniendo a contribución las fuerzas de inteligencia y voluntad y los dones de naturaleza y gracia en la ejecución de los mandatos y en el desempeño de los oficios que se les encomienden, persuadidos de que así contribuyen según los designios de Dios a la edificación del Cuerpo de Cristo» (PC, 14).

La obediencia es activa y responsable cuando el súbdito se somete a la voluntad del Superior no por salir del paso, o porque no tiene otro remedio, o simplemente por cumplir, lo cual supondría un desentenderse de la perfección del acto en sí mismo; sino que, tomando el mandato como si brotara de un impulso propio, trata de realizarlo poniendo a su favor el ingenio personal. Y esto aun cuando lo mandado pugne con lo que uno siente acerca de su conveniencia o inconveniencia en el orden práctico. Es aquí cuando menos aplicación tiene el apólogo del cadáver, que parece conformarse con una obediencia simplemente pasiva.

El texto citado continúa así: «Esta obediencia religiosa no mengua en manera alguna la dignidad de la persona humana, sino que la lleva a la madurez, dilatando la libertad de los hijos de Dios» (PC, 14). Casi siempre que los documentos conciliares hablan de obediencia, insisten en que es en ella donde se revela mayormente la libertad humana. En efecto, no se da una mayor libertad que cuando se renuncia a ejercitarla. Y obsérvese que el voto de obediencia no mata la libertad, cosa que resultaría imposible e ilícita, ya que es un don que depende del Creador; contiene más bien una abdicación del ejercicio de dicho don. Por razón análoga, la obediencia no cercena la dignidad humana, antes la eleva, ya que en la renuncia a la libertad hay un ejercicio de lo más noble de nuestra personalidad.

Todo ello nos lleva a estimar lo que vale el «sacrificio de sí mismo» hecho a Dios por la obediencia.

Fr. Joaquín Sanchis,ofm