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Real convento de San Francisco, de Zaragoza

Su fundación

El Real Convento de San Francisco, de Zaragoza, fue fundado a instancias del infante D. Pedro, hermano de los reyes D. Alfonso III, D. Jaime II y D. Fadrique de Sicilia e hijo de D. Pedro el Grande y Dª Constanza.

Muerto en el cerco de Mayorga, en Tordehumos, fue enterrado, según lo había dispuesto en su testamento, en “su convento de Zaragoza, donde se ve su magnífico sepulcro” (José Antonio Hebrera).

La escritura de propiedad de las huertas se fecha en Zaragoza, el año 1265, pero es el infante D. Pedro, hijo de D. Pedro el Grande, quien determina la fundación del convento el año 1282, concluido en 1286 (Hebrera, Críca de la Provincia de Aragón, t. II, p.22, 2ª col.).

Tan noble origen explica que su iglesia sea rica en restos nobiliarios, donde están sepultados los infantes D. Sancho y Dª. Isabel, sus hijos y los de su mujer Dª. Teresa de Entenza. Yace allí igualmente el cuerpo de la reina Dª. Teresa de Entenza, primera mujer de D. Alfonso IV, como muestra la efigie de su sepultura. Igualmente, duermen en ella los restos del infante D. Fernando, en un sepulcro de mármol situado en el presbiterio, enfrente de la puerta der la sacristía (Antonio Hebrera, Crónica, p. 100, nº 252; Zurita, parte I. lib. 5. cap. 22. fol.369. col.4).

Es explicable además, si se considera bien lo que dice el P. Antonio Hebrera en el tomo II de su Crónica, p. 22, en la segunda columna, donde atestigua que: ”Todos los reyes de Aragón fueron devotísimos de nuestro Padre san Francisco, y como por emulación y piadosa competencia, bienhechores de sus humildes hijos”. De hecho, Alfonso II, toma “bajo su amparo a todos los conventos de Aragón y la Corona, y les daba la franqueza y la salvaguardia para cuanto se les ofreciera. Dat. En Huesca a 7 de Julio de mil ducientos ochenta y seis”, y lo refieren las Memorias de la Provincia de Valencia” (Hebrera, o. c. p. 102, n. 1256).

Primer convento

Los comienzos del establecimiento de los franciscanos, antes de trasladase al Coso, fueron muy humildes. Fue san Francisco quien envía a España, concluido el Capítulo de las Esteras, a fray Juan Parente, al frente de un grupo notable de religiosos. Llegados a Zaragoza, exponen a las autoridades eclesiásticas, en el capítulo de la Seo, su propósito de fundar, después de haberlo hecho ante el obispo D. Sancho de Ahones, “hombre de gran linage”, los dos cabildos, el de la Seo y el Pilar y a los jueces de la audiencia.

Se establecen “ en el extremo de la ciudad, en unas pobres casillas que había ete el río Ebro y la Guerba”, según cuenta fray Diego Murillo en la Historia Agélica de la Capilla del Pilar, Barcelona, 1616, c.  XXXV, pág. 295. “Era pequeño, humilde, baxo y labrado groseramente”, según aconsejaba el espíritu de la pobreza. Componían la comunidad Fray Juan Parente, ministro, fray Otho, presbítero, fray Barnardo de Carbichorita,, fray Acursi, fray Adyuto, fray Pedro de San Geminianoy fray Pedro Vigilante Vital.

Se funda el convento el año1220 y al año siguiente, congrega en Zaragoza todos los religiosos, un centenar, cuya ejemplaridad movió a sacerdotes y seglares a tomar el hábito franciscano. Concluye este primer capítulo de España el día 8 de mayo, no sin que antes fray Juan envíe religiosos a fundar nuevas comunidades a Castilla, Cataluña, Valencia y Navarra.

Fue el infante D. Pedro, hijo del rey D. Pedro de Aragón, quien obtiene del papa Nicolao IV, permiso para fundar en la ciudad, sucediendo a los Religiosos de la Penitencia, en el Coso. Se realiza el traslado con gran solemnidad el año 1286 ( Diego Murillo, o.c., cap. XXXV, p. 297-9).

No estuvo exenta, con todo, la fundación del convento de reservas y dilaciones, por la enconada oposición que ofrecieron los Jurados y Consistorio de la ciudad al traslado de los religiosos del antiguo convento al del Coso, justo en el lugar llamado las Huertas del rey, contienda en la que no se duda en apelar a Roma, hasta que interviene y resuelve tan reñida contienda de un plumazo la mano recia del rey D. Pedro el Grande de Aragón, que además patrocina personalmente la fundación: “Y desde ahora nos instituimos y declaramos Patrono de dicho lugar, por especial gracia y amor que tenemos a los religiosos”, declara paladinamente el rey en su decreto que se pregonó en toda la ciudad.         

La iglesia del nuevo convento

El mismo infante D. Pedro tomó a pecho la fábrica de la iglesia con el próposito de sobrepujar en magnificencia la que los franciscanos tenían en Tolosa, bien que no pudo verla acabada. El año 1296 era enterrado en ella. Otro tanto le ocurrió al obispo D. Hugo de Mataplana, quien se propuso hace el retablo y dotar a la iglesia de todo lo necesario: ornamntos, jocalías, libros, coro y las sillas. Fallecía en Roma dos años después (Diego Murillo, o. c., p. 300). Ciento trece años se tardo en acabar la iglesia, hasta su remate en 1399. Las capillas y altares laterales eran numerosas, en una de las cuales, la de San Francisco, a cuenta de D. Pedro de Espés, se trasladaron los restos de  santo fray Vigilante y del beato fray Agneo, el año 1584 ( Diego Murillo, o.c. p. 300).

El convento y las historia de Aragón

Se entiende que el número de personajes insignes que han pasado por sus claustros y el de acontecimientos relacionados con ellos, resulte relevante, como el que protagoniza  el asilo prestado a los infantes D. Pedro IV de Aragón y su hermano D. Jaime, Conde de Urgel. Eran hijos de D. Alfonso el Benigno y Dª. Teresa de Entenza, y perdieron a su madre a muy tierna edad, por lo que tuvieron que sufrir la animosidad de Dª. Leonor de Castilla, con quien el rey vuelve a casarse y de quien tiene dos hijos más, D. Fernando y D. Juan, que no podrían reinar mientras vivieron sus hermanastros. Es la razón por lo que la reina les declara abierta y peligrosa hostilidad, hasta hacer tremer por sus vidas y tener que ponerse a buen recaudo.

El Arzobispo de Zaragoza, D. Pedro de Luna, D. Gimeno de Gurrea, abad de Montaragón, su hermano D. Miguel de Gurrea, gobernador del reino, Miguel Pérez Zapata, García de Loriz y el secretario Lope de Concud, todos ellos amenazados por la reina Leonor, se obligan a exilarse a Zaragoza, donde tampoco se sienten seguros, por lo que continúan hasta Jaca, que por la proximidad con Francia entienden que es plaza más recomendable. Tampoco allí se sienten con la protección requerida y vuelven a Zaragoza.

Es aquí donde convienen en poner bajo la tutela y protección, en el convento de San Francisco, de fray Sancho López de Ayerbe, tío y confesor de los infantes y persona muy estimada por los reyes D. Alfonso y Dª. Teresa.

Nombrado rey de Aragón D. Pedro IV, gratificaría con esplendidez al convento donde había convivido gratamente con los religiosos de la comunidad franciscana, cuando ejercía el cargo de guardián fray Francisco Caballero. D. Pedro había nacido en Balaguer, Principado de Cataluña, el año 1319.

La guerra de los Pedros

Hubo un momento en que, en la guerra de los Pedros, con la Iglesia todavía sin cubrir, estuvo a punto de ser demolida por los hombres de armas que se preparaban para defender la ciudad contra los castellanos, que habían tomado ya la ciudad de Tarazona, a fin de evitar que el adversario se agazapase en sus muros. Torres y edificios próximos al Ebro, fueron derrabados sin dilación. Los religiosos, alarmados, apelaron al favor real, dado que la misma madre del rey había contribuido pecuniariamente a la edificación del templo, e instaron ante su majestad para impedir su ruina, intento en que fue decisiva la mediación de fray Juan de Aragón, confesor del rey y arzobispo de Caller. ( Hebrera, o,c. Libro primero, cap XLVI, nº 408).

La estrategia militar aconsejaba el derribo de las dos puertas de la iglesia, la que da al Coso y la lateral.

La guerra entre castellanos y aragoneses asoló cuatro conventos, dos de ellos en Calatayud, el de San Francisco y el de las Claras. Concluida la contienda, el rey D. Pedro tomó a cuenta suya la recuperación de ambos conventos, determinan do que se levantasen “en los lugares en que ahora están” (Cf. Hebrera, o.c. libro primero, cap. XIVI, nº 4108).      

La iglesia y la epidemia de 1340

Junto con el convento, la iglesia ha de sufrir el abandono de los frailes durante la epidemia que diezma todos los conventos. La fábrica había quedado con la paredes tocando el friso de la iglesia, gracias a los servicios de fray Sancho López de Ayerbe, confesor real y miembro de su consejo particular, quien obtuvo del rey un importante donativo, treinta mil sueldos, con el que el guardián del convento, fray Francisco Caballero, hizo subir las paredes hasta el cordón de la cornisa, “quedando cuatro capillas perfectamente acabadas” Eran los años de 1338 (Hebrera, o.c. p. 428-9).

La epidemia inclemente que merma la población de muy sensible manera. Aragón sufrió la sangría inclemente de aquella peste. Nada consiguen los denodados intentos médicos por atajar la terrible pandemia. Y los conventos franciscanos, al par de la población, no se libran de tan desolador latigazo, sobre todo cuando a la evangélica servicialidad de los religiosos incumbe atender a los enfermos y ayudarles a bien morir.

Los cronistas de la Orden nos dicen que el convento de San Francisco permaneció vacío durante once años. Era ministro Provincial fray Raimundo de Basso, benemérito religioso que apenas si pudo hacer nada por detener el descontrol que supuso no disponer de personal cualificado para regular la vida claustral, como guardianes y vicarios, maestros de novicios, profesores de filosofía, teología y artes, y predicadores. Los nuevos postulantes carecen de quienes les formen en la regularidad evangélica que comporta la forma de vida de los Frailes Menores, y el desorden resultante contribuye no poco al decaimiento de la observancia regular en los conventos.

Pasado ese intervalo de tiempo, el convento de Zaragoza no logra reunir a más de cuatro o seis religiosos, lamentable escasez que no facilitaba el normal desenvolvimiento de la vida conventual, por el abandono irremediable de la mayoría de funciones que correspondían a los miembros de la comunidad.

El inquieto franciscano que fue fray Juan de Tauste, prosiguiendo la obra de su predecesor, emprende la tarea de dar fin a las interminables obras del edificio. Había que apuntalar el conjunto con las correspondientes columnas sobre las que rematar la edificación con las bóvedas y techumbre protectora. No sólo pone manos a la obra, sino que a punto de culminarse el proyecto, ha de sufragar los gastos de tan compleja tarea, y el esforzado obrero de Dios se mueve con toda la solicitud de es capaz entre cuantos puedan contribuir a sufragar los gastos, implicando a nobles familias que patrocinen capillas laterales y a la buena voluntad de los demás conventos. Y surge una dificultad aparentemete insalvable: las dimensiones de la iglesia son tales, que no se dispone de jácenas tan recias, largas y sólidas como las que requiere semejante empresa. Fray Juan se deja aconsejar y arropado por “hombres prácticos e inteligentes”, él mismo se traslada con ellos a los pinares de Jaca donde elegir árboles que satisfagan los insólitos requisitos de la demanda, y una vez talados y desmochados, se condujeron hasta Zaragoza por los ríos Alagón y Ebro, para asombro y gozoso espectáculo de los zaragozanos, congregados a este fin en ambas riberas.

Retirado fray Juan de su peripecia siliciana, y de nuevo en su convento, reanuda su empeño de embellecer la iglesia, en losando el piso de la iglesia “con ladrillos comunes hasta el coro y con azulejos finos bien pintados, el presbiterio y las gradas del altar mayor. Mudó la campana mayor de sobre la capilla en que estaba, a otra sobre la puerta de la sacristía, y se hizo de nuevo una torrecilla para ponerla. Hizo un coro bajo en al suelo de la iglesias, con treinta y dos sillas, costosa y primorosamente labradas. Hizo diez y seis bancos grandes escañados, ocho por banda, para los fieles que venían a la iglesia a los divinos oficios y oír sermones. Descubrió un pozo en el claustro segundo y se halló que era de agua viva y no manantial del río Ebro. Compuso con vistosa curiosidad los huertos y jardines de ,los claustros, que los había hallado incultos y perdidos. Labró dos celdas muy espaciosas en la cabeza de los claustros con ventanas a los jardines. Ofreció, finalmente, a los religiosos que "si Dios le daba vida, haría en aquel convento cosas mayores”.

La iglesia, según relato de fray Tomás Jordán, de quien Hebrera toma estos datos, se había comenzado el año 1286, y se le dio fin en el año 1399 (O.c. pp. 449-50).

Restos venerables de la iglesia

No sólo atesora nobles cenizas la iglesia. Entre otros, yacen los restos del santo religioso que fue fray Francisco de Aragón, 1480.

Fueron muchos los religiosos de este convento acreditados por muchos modos, como la santidad de sus vidas o la profundidad de sus conocimientos. Confesor de Pedro IV y Arzobispo de Callera fue el venerable fray Juan de Aragón, a quien se considera hijo eximio de este convento, porque aquí se formó como el santo que fue, Arzobispo de Caller y confesor del rey D. Pedro IV. Se le tiene por el apóstol milagroso de Bosnia y Croacia, donde ejercía su ministerio por los años de 1340. Y es igualmente destacable la memoria de uno de los músicos más celebrados de la península, músico ciego, fray Pablo Nasarre, nacido en Zaragoza en 1664, discípulo de Pablo Bruna de Daroca, cuyas obras sobre técnica compositiva, como Escuela Música según la práctica moderna, alcanza calidad de obra enciclopédica, maestro a su vez de grandes organistas de capilla. 

La devoción a fray Diego el Descalzo fue proverbial entre los religiosos de la comunidad zaragozana, como lo prueba que, “en frente de la capilla de Santa Ana, hacia la sacristía” un cuadro daba constancia de un éxtasis sufrido por el santo franciscano, con su descripción bajo de la efigie, donde aparecía oprimido por un prieto cerco de rosas y espinas, expresión de la dolorosa y salvadora contemplación de los tormentos de la Pasión de Cristo (Hebrera, o.c., l. III, cap. XLVIII, p. 533).

Son numerosos los ministros provinciales que patentizaron aquí su sabiduría, dotes de gobierno y santidad de vida, enterrados en este convento, desde el que rigieron los destinos de la Provincia.

El Real convento y la historia franciscana de Aragón

La Historia del Real Convento de Zaragoza es en muy buena parte la historia de la Provincia franciscana de Aragón, centro espiritual que nutrió de espiritual bonaza a otros muchos conventos de España. Y es que los avatares que han conmovido los cimientos de este convento, han hecho historia.

Observantes y claustrales o conventuales

Los intentos de recuperar cuanto antes la normalidad regular, volviendo al rigor de la pobreza que habían santificado con su ejemplaridad tantísimos religiosos, tropieza de inmediato con el criterio más acomodaticio de quienes entienden que hay que suavizar la extrema aspereza de la vida claustral, lo que acaba por polarizar los criterios encontrados de Observantes, afanosos de la primitiva regularidad, y de los Conventuales, menos implicados en esa la renovación, hasta que el Papa Martino V, con un decreto fechado en 1517, discerniría con el tiempo el perfil de unos y otros, lo que facilita que el Concilio de Constanza, de 1518, separe a unos de otros precisamente con la bula de la unión.

Fue este convento muchos años de los religiosos claustrales y salieron de él muchos varones consumados en leyes” y otras disciplinas (Diego Murillo, o.c.,p. 301).

La entrega del Real convento a los observantes el día 10 de septiembre del año 1567, no estuvo falta de enconada resistencia por parte de los religiosos conventuales, hasta el punto de que hubo de intervenir la autoridad civil para conseguir el doloroso traspaso. El número de religiosos observantes que se hacen cargo del convento se eleva a dez y ocho, más cinco seis de los claustrales que se integran n la observancia.  El primer guardián observante fue fray Juan de Zamara (Diego Murillo, o.c., p 301). La nueva concepción de la forma de vida comporta obras “para vivir religiosamente”, destacándose con su generosa contribución la llma. Señora Juana de Toledo, a quien se debe un dormitorio, un ala del claustro interior y la estancia llamada De profundis, a la entrada del refectorio mayor y otras dádivas como ornamentos. La comunidad, agradecida, le concedió un lugar para su enterramiento al pie del retablo mayor. No menos generoso se mostró con los religiosos D. Artal de Alagón, conde de Sástago y virrey del reino, terciario ejemplar y su hijo D. Martín de Alagón, marqués de Calanda, conde de Sástago y comendador mayor de Alcañiz.

Hubo en el convento un estudio de teología, del salieron eminentes religiosos, como fray Juan Iribarne, definidor de la Provincia, y ministros provinciales como fray Martín de Aincia y fray Antonio Pahones, que sobresalió no por sus estudios, sino por su ejemplaridad en la templanza (Diego Murillo, o.c. p 302).

Conventuales y observantes

Desde la epidemia, la Provincia de Aragón tiende a dividirse en los dos sectores  conventuales y observantes. Un determinado número de conventos se irán adscribiendo a la observancia y otros se mantienen fieles a su tradición inmediata, como éste  de San Francisco, junto con los de Huesca, Jaca, Teruel, Ejea de los Caballeros, Monzón y Sariñena.   

La configuración de ambas tendencias había sido más bien lenta y venía de lejos. En 1373, se había nombrado guardián de San Francisco a fray Martín Sebastián o de Logroño, quien dedica todos sus esfuerzos a recuperar el espíritu de la observancia. No puede decirse los mismo de su predecesor, fray Berenguer de Obón, más contemporizador, lo que no impide que fray Martín prosiga su encomiable labor como formador de novicios, proseguida por fray Juan de Tauste, a pesar del parón de cuarenta años, que va de 1348 hasta el día 28 de octubre de 1388, fecha clave en que se da ya la separación de Observantes y Conventuales en Órdenes independientes.

La custodia observante

De este convento de Zaragoza surgirían los religiosos que, ganosos de una mayor fidelidad a la observancia evangélica, fundarían el primer convento observante en Manzanera, Teruel, el año 1378: fray Raimundo Sanz, fray Sancho de Fababuj y fray Antonio Monrós.

Las vocaciones en la Observancia progresan con inusitada efervescencia y los conventos ven florecer de inesperado modo la vida claustral, a lo que contribuye no poco el apoyo decidido del Vizconde de Chelva y el valimiento del rey aragonés D. Alfonso V, quien, ganoso del buen gobierno de la Orden, obtiene, en 1448, del Papa Nicolao V una bula donde se determina que los ministros provinciales no puedan pasar de tres años en el desempeño de su cargo, con otras acertadas recomendaciones con que preservar la observancia de toda relajación. 

Franciscanos aragoneses en América

En el haber de su contribución a la obra misionera en América, cuenta fray José Ramón Abella. Nacido en Montforte (Zaragoza), el día 28 de mayo de 1764, ingresa en la familia franciscana en el Convento de Jesús (Zaragoza), el día 6 de marzo de 1784, donde profesa el 7 de marzo del siguiente año. Cuatro años de estudio le prepararon para recibir las ordenes propias del ministerio sacerdotal, que le habilitan para confesar y predicar. Regía como guardián el convento de San Antonio de Mora, cuando emprende su empresa misionera desde Cádiz, en cuyos en archivos consta como persona de unos treinta años de edad, de regular estatura, cabello y ojos oscuros, amplia frente, labios gruesos. Cara suave y bien afeitada, con una antigua cicatriz en el mentón.

Parte de Cádiz como era preceptivo, en una expedición que cuenta con 22 compañeros más, y en Méjico ingresa en el Colegio San Fernando, centro formativo de misioneros donde se les imparten los conocimientos que les capacite para ejercer con eficacia su labor evangelizadora, y el año 1798, con siete compañeros, se le destina a Santa Bárbara, California, misión construida en 1786 por religiosos franciscanos venidos de España, en una colina de la ladera de las montañas de Santa Inés. En Santa Bárbara y en San Francisco empieza su obra misionera, hasta 1819.

Durante su estancia en ésta última, elabora un estudio detallado que informe sobre las enfermedades y mortandad de los indios al gobernador Pablo Solá, razón que le impulsa a fundar una asistencia u hospicio, que con el tiempo acabaría por convertirse en misión.

A instancias esta vez  del gobernador, redacta igualmente un informe etnológico sobre las costumbres de los nativos. En estancias de la misión, hospeda a viajeros tan eximios como Nikolai Petrvich Rezánov con su comitiva de 1806, Otto de Kotzebue, 1816, y Canúlo de Roquefeuil, 1817.

A fin de abrir nuevos horizontes, acompañado en todo momento por fray Buenaventura Fortuny perteneciente a la misión de San José, y de un destacamento de cincuenta soldados que manda el sargento José Sánchez,  realiza sendas expediciones para explorar desconocidas tierras del interior (1811 y 1817), cursando, en lanchas, los ríos Sacramento y San Joaquín, pero antes de internarse por los dos susodichos ríos, ya habían explorado la bahía de San Pablo, dando los nombre de San Pedro y San Pablo a los dos cabos que la separan de la aneja bahía de Suisun y el estrecho Carquínez,. Durante la expedición, atienden a enfermos, ungen a los moribundos y contactan con tribus nativas, en cuyas rancherías consiguen descansar. Abellá tuvo el buen acuerdo de dejar constancia de la expedición, que concluye e1 día 30 de octubre.

En las primavera del año 1817, junto con fray Narciso Durá de la misión de San José, emprende una tercera expedición, bajo la tutela del teniente Luis Argüello, por el río Sacramento y su afluente San Joaquín a los que dan nombre, llegando, recorridas cuarenta leguas, a tierras de Clarkburg y Freeport. El regreso a San Francisco ocurre el día 26 de mayo.

Viaja también a la misión de San Carlos, fundada por fray Junípero Serra, y permanece allí, al servicio de la misión, desde 1819 a1833. Es aquí donde, al independizarse Méjico de la soberanía de España, Abellá se negará a aceptar la constitución de 1824, rebelde actitud que mueve al gobernador a que se le deporte, previa la entrega de un pasaporte, orden que no llega a cumplirse, dada la escasez de misioneros necesarios en California.

En 1834, quebrantada ya su salud y extremadamente empobrecido, sirve a los nativos como mejor puede en la misión de San Luis Obispo hasta 1841. Aún se trasladará a las misiones de la Purísima y Santa Inés, donde muere el día 24 de mayo de 1842.

De él se dijo que “tenía un carácter sincero y piadoso, experimentado con los indios y solícito y paciente en sus trabajos”. No se entiende que su memoria no haya fraguado en las mejores páginas de muchos de nuestros historiadores.

En el haber de su contribución a la obra misionera en América, cuenta fray José Ramón Abella. Nacido en Montforte (Zaragoza), el día 28 de mayo de 1764, ingresa en la familia franciscana en el Convento de Jesús (Zaragoza), el día 6 de marzo de 1784, donde profesa el 7 de marzo del siguiente año. Cuatro años de estudio le prepararon para recibir las ordenes propias del ministerio sacerdotal, que le habilitan para confesar y predicar. Regía como guardián el convento de San Antonio de Mora, cuando emprende su empresa misionera desde Cádiz, en cuyos en archivos consta como persona de unos treinta años de edad, de regular estatura, cabello y ojos oscuros, amplia frente, labios gruesos. Cara suave y bien afeitada, con una antigua cicatriz en el mentón.

Parte de Cádiz como era preceptivo, en una expedición que cuenta con 22 compañeros más, y en Méjico ingresa en el Colegio San Fernando, centro formativo de misioneros donde se les imparten los conocimientos que les capacite para ejercer con eficacia su labor evangelizadora, y el año 1798, con siete compañeros, se le destina a Santa Bárbara, California, misión construida en 1786 por religiosos franciscanos venidos de España, en una colina de la ladera de las montañas de Santa Inés. En Santa Bárbara y en San Francisco empieza su obra misionera, hasta 1819.

Durante su estancia en ésta última, elabora un estudio detallado que informe sobre las enfermedades y mortandad de los indios al gobernador Pablo Solá, razón que le impulsa a fundar una asistencia u hospicio, que con el tiempo acabaría por convertirse en misión.

A fin de abrir nuevos horizontes, acompañado en todo momento por fray Buenaventura Fortuny, perteneciente a la misión de San José, y de un destacamento de cincuenta soldados que manda el sargento José Sánchez,  realiza sendas expediciones para explorar desconocidas tierras del interior (1811 y 1817), cursando, en lanchas, los ríos Sacramento y San Joaquín, pero antes de internarse por los dos susodichos ríos, ya habían explorado la bahía de San Pablo, dando los nombre de San Pedro y San Pablo a los dos cabos que la separan de la aneja bahía de Suisun y el estrecho Carquínez,. Durante la expedición, atienden a enfermos, ungen a los moribundos y contactan con tribus nativas, en cuyas rancherías consiguen descansar. Abellá tuvo el buen acuerdo de dejar constancia de la expedición, que concluye e1 día 30 de octubre.

En las primavera del año 1817, junto con fray Narciso Durá de la misión de San José, emprende una tercera expedición, bajo la tutela del teniente Luis Argüello, por el río Sacramento y su afluente San Joaquín a los que dan nombre, llegando, recorridas cuarenta leguas, a tierras de Clarkburg y Freeport. El regreso a San Francisco ocurre el día 26 de mayo.

Viaja también a la misión de San Carlos, fundada por fray Junípero Serra, y permanece allí, al servicio de la misión, desde 1819 a1833. Es aquí donde, al independizarse Méjico de la soberanía de España, Abellá se negará a aceptar la constitución de 1824, rebelde actitud que mueve al gobernador a que se le deporte, previa la entrega de un pasaporte, orden que no llega a cumplirse, dada la escasez de misioneros necesarios en California.

En 1834, quebrantada ya su salud y extremadamente empobrecido, sirve a los nativos como mejor puede en la misión de San Luis Obispo hasta 1841. Aún se trasladará a las misiones de la Purísima y Santa Inés, donde muere el día 24 de mayo de 1842.

De él se dijo que “tenía un carácter sincero y piadoso, experimentado con los indios y solícito y paciente en sus trabajos”. No se entiende que su memoria no haya fraguado en las mejores páginas de muchos de nuestros historiadores (Cf. Buenaventura Oltra).

La Invasión francesa

  La guerra de la Independencia de 1808 deja casi en ruinas el edificio conventual con su iglesia.

En un grabado de la época, se puede ver en parte, desde el exterior, el aspecto que presentaba el conjunto de convento e iglesia después del primer asedio, después de haber pasado el rodillo de la guerra sobre él. Persiste todavía enhiesta la esbelta torre mudéjar de la iglesia, de tres cuerpos, rematados con una cúpula, junto a la que se aprecia, de lado a lado, la nave central de la iglesia y uno de sus dos alares laterales para las capillas, situadas entre los tramos que forman los contrafuertes. En la fachada conventual, se mantienen dos artísticas portadas, en forma de torreón la de la izquierda, con dos altos ventanales en un segundo nivel, y amplia la de la derecha, con un segundo nivel de tres ventanales, coronada por tres torrecillas modéjares.

En la amplia calle, hacia un ángulo, se observan restos de la Cruz del Coso, en  conjunto con el convento. Los muros conventuales evidencian con sus estragos ocasionados por la artillería lo enconado de la lucha. Varios grupos de personas retiran a unos heridos en combate, mientras un carro de animal asustado carga cuerpos muertos por los disparos y la metralla.

En la siguiente embestida de las tropas invasoras, la obra desoladora de las minas francesas para romper el cerco es total. Luego la paz. De las actuales sus ruinas, saldrá un convento nuevo, que prolongará su existencia hasta 1835, aciaga fecha en que Mendizábal decreta su extinción. Lo que no pudo conseguir el fragor de la guerra, lo consigue sin pena ni gloria la arbitrariedad política.

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Convento seriamente dañado por los franceses

¿Dónde está su riquísimo archivo, como la historia manuscrita del convento, escrita en latín por fray Tomás Jordán, en la que bebe afanoso fray José Antonio Hebrera, dónde la de Zaragoza y su basílica del fray Diego Murillo, su biblioteca insustituible, sus antiguas obras de arte, sus restos memorables? 

El año 1814, rendidas las armas francesas en Mequinenza, Lérida, Monzón y el castillo de Jaca, se celebra en todas partes la normalización, independencia patria y la costosa paz. Los conventos, abandonados por las fuerzas de ocupación, abren de nuevo sus puertas y los religiosos sobrevivientes inician su recuperación. Las tropas francesas los habían exclaustrado para convertirlos en acuartelamientos, almacenes, caballerizas y otras provisiones no menos indignas, incluidas las naves de las iglesias, al tiempo que destruyeron y saquearon obras de arte, bibliotecas y otros haberes. El inventario y la obra de restauración, empobrecidas las respectivas comunidades, tuvo que resultar dolorosa, lenta y onerosa.

Necrologio  

Traemos aquí una relación de los difuntos correspondientes a esta casa, entresacados de entre los que figuran en el Cabreo de las Disposiciones del Colegio de San Diego, de Zaragoza. Hay una pausa entre los años 1800 y 1914.    

Desde 1766 hasta 1768:

Desde 1771:

Desde 1773:

Desde 1776

Desde 1777

Desde 1779

Desde 1780

Desde 1780

Desde 1782

Desde 1783

Desde 1785

Desde 1786

Desde 1788

Desde el 5 de septiembre de 1791

Desde 1792

Desde 1794

Desde 1797

Desde 1798

Desde 1800

En 1801 se celebra capítulo en Huesca, pero hasta la vuelta de los religiosos, en 1814, expulsados que habían sido de sus conventos por el invasor francés, carecemos de documentación que nos informe sobre fallecimientos habidos en ese interregno. En ésta última fecha, se envía un listado incompleto de algunos de los religiosos difuntos o caídos en la contienda al capítulo de Alpartil, lagunas explicables si atendemos a que el estado de los conventos y sus archivos que sobrevivieron al desastre, debió de ser deprimente, y hubo de pasar tiempo hasta reorganizarse de nueva la vida conventual. 

La desamortización

María del Carmen Sobrón, citando a F. Casamayor, 1815, dice que la desamortización sobreviene cuando los religiosos tenían ya muy avanzado las obras de reconstrucción de la iglesia, que como es sabido, había quedado muy dañada durante el asedio francés, y que en las capillas laterales “están construyendo celdas, pero todo muy pequeño y reducido” (p. 22).

A su vez, se abatieron tabiques y capillas del antiguo convento para dar cabida a las fuerzas del regimiento de Gerona, que se instala en sus dependencias desde 24 de noviembre de 1821. Consta que 1827, Diputación y Milicia nacional lo usaban asimismo como lugar de reunión, para lo que la Diputación ocupaba la parte del edificio que quedaba entre la escalera nueva y la huerta, según informe de la Junta de enajenación en 1838, con motivo de una solicitud de la comisión científica, que demanda el amplio salón a fin de guardar en él un determinado número de cuadros de mucha calidad que no hallan fácil cabida en San Pedro Nolasco, donde estaban hacinados. La distribución del resto de habitaciones supuso un gasto de 571 reales de vellón.

La Junta Superior de Gobierno determina finalmente, el día 19 de noviembre de 1839, que todas las dependencias del convento pasen a formar parte de la Diputación, lo que NO se lleva a cabo un año después, con la exclusión de los corrales del convento y el edifico independiente  llamado Casa de Jerusalén, situado en el Coso. ( Cf. María del Carmen Sobrón, Impacto de la desamortización de Mendizábal, Zaragoza, 2004, p. 206).

La plaza de San Francisco pasa a denominarse Plaza de la Diputación.

La Casa de Jerusalén

La ocurrencia de las autoridades de situar en la Casa de Jerusalén el depósito de la pólvora procedente de la Corte, levantó una alarmante polémica en la prensa local, avisando del riesgo de la arriesgada elección de uno de los lugares más céntricos y concurridos de la ciudad. Después de sopesar la conveniencia de elegir otros lugares, como San Juan de los Panetes o los Agustinos, se convino almacenar tan peligroso material en la iglesia y sacristía del convento de Trinitarios Descalzos.

La diputación provincial

En el mes de octubre de 1858, subastadas las obras de modelación del Real Convento, la Diputación arrienda al Gobierno un conjunto de estancias para albergar las dependencias de gobernación, Fomento, consejo provincial y vivienda del gobernador.

La Diputación se reserva el “uso exclusivo del salón del piso principal situado sobre la puerta principal del edificio, con balcón y dos ventanas que dan vista a la Plaza de la Constitución; la sala inmediata, vista a la plaza; el despacho contiguo, vista a la plaza, lindante con la casa de don Pío Llera”.

La sala del piso bajo, vista la plaza, contigua a la casa de la baronesa de la Menglana y que tiene entrada por la antesala elíptica que hay en aquella parte del edificio, el gabinete que hay entre dicha antesala y el salón bajo de la oficina, vista al patio interior, y la habitación que ocupa el conserje o portero del edificio”. En casos de tener que hospedar a S. M. o miembros de la Real Familia, se reservaba todo el edificio la Diputación. (Cf.  PROT. NOT. Notario Mariano Broto, citado por María del Carmen, o. c. pp. 208-210).

Los solares de San Francisco

La venta de los solares del convento,  siguiendo la distribución hecha por la Academia de San Luis y excluidos huerta y jardines, se autoriza en mayo de 1851, y se lleva a cabo en el de junio. Comprendían dichos solares  una extensión de 4.479,02 metros cuadrados, que reportan una cantidad de  258.280 rs. vn.. escalonada la venta en años sucesivos, 1851, 1855 y 1856. La cantidad devengada por la venta conventual se destinó a sufragar las obras de adecuación del edificio al uso y necesidades de la propia Diputación (o.c, p.213).

La calle Cinco de Marzo abierta a merced de los solares de convento y el Colegio de San Diego “se prolongaba por la nueva de San Ildefonso hasta dar vista a la fachada de la Iglesia de San Ildefonso”,o.c,  p. 219)

La huerta

La superficie de la huerta ascendía a 9.535,72 metros cuadrados, que quedaron subastados anualmente, en 1839, en 770 reales de vellón. Deducida la parte que ocuparon las nuevas calles a que dieron lugar. Para su venta, se divide en tres porciones. En cuanto al jardín del conde de Fuentes, pasa en buena parte al Ayuntamiento. 

Manuscritos franciscanos pertenecientes a la Corona de Aragón, analizados por Ana Sanz de Bremond, muestran que los libros de cuentas del Colegio se interrumpen en 1808 al quedar sitiada la ciudad por los franceses, y concluyen el año 1835 (un año antes, el Cabreo de 1753, concretamente el día 28 de julio de 1834), fecha del portazo de la exclaustración tan infaustamente decretada por Mendizábal

Fray Ángel Martín, ofm.