Índice del número 124

Octubre de 1930. Año 11. Director: Fr. Juan Alventosa, ofm

Derecho inviolable, pero no despótico

Acerca de la inviolabilidad de este derecho, da la razón el Angélico: «En efecto, el hijo naturalmente es algo del padre..., así, pues, es de derecho natural que el hijo, antes del uso de la razón, esté bajo el cuidado del padre. Sería, pues, contra la justicia natural, que el niño antes del uso de la razón fuese sustraído del cuidado de sus padres, o de alguna manera se dispusiese de él contra la voluntad de los padres». Y como la obligación del cuidado de los padres continúa hasta que la prole esté en condición de proveerse a sí misma, perdura también el mismo inviolable derecho educativo de los padres. «Porque la naturaleza no pretende solamente la generación de la prole, sino también su desarrollo y progreso hasta el perfecto estado del hombre en cuanto es hombre, o sea el estado de virtud, dice el mismo Doctor Angélico».

Por esto la sabiduría jurídica de la Iglesia se expresa, así en esta materia, con precisión y claridad comprensiva, en el Código de Derecho Canónico en el can. 1113: «Los padres están gravemente obligados a procurar con todo su empeño la educación ya religiosa y moral ya física y civil, y a proveer asimismo al bien temporal de la misma prole».

En este punto es tan concorde el sentir común del género humano, que se pondrían en abierta contradicción con él cuantos se atreviesen a sostener que la prole, antes que a la Familia pertenece al Estado, y que el Estado tiene sobre la educación absoluto derecho. Es además insubsistente la razón, que los tales aducen, de que el hombre nace ciudadano y de que por esto pertenece primariamente al Estado, sin atender a que, antes de ser ciudadano, el hombre debe existir, y la existencia no la recibe del Estado, sino de los padres; como sabiamente declara León XIII: «Los hijos son algo del padre, y una como extensión de la persona paterna: y si queremos hablar con exactitud, ellos no entran directamente, sino por medio de la comunidad doméstica en la que han sido engendrados, a formar parte de la sociedad civil».

Por tanto: «La patria protestad es de tal naturaleza, que no puede ser ni suprimida ni absorbida por el Estado, porque tiene un mismo y común principio con la vida misma de los hombres», afirma en la misma Encíclica León XIII. De lo cual, sin embargo, no se sigue que el derecho educativo de los padres sea absoluto o despótico, porque está inseparablemente subordinado al fin último y a la ley natural y divina, y como lo declara el mismo León XIII en otra memorable Encíclica suya «de los principales deberes de los ciudadanos cristianos», donde expone así en resumen el conjunto de los derechos y deberes de los padres. «Por la naturaleza los padres tienen el derecho a la formación de los hijos, con este deber anejo que la educación y la instrucción del niño convenga con el fin para el cual, por la bondad de Dios, han recibido la prole. Deben, pues, los padres esforzarse y trabajar enérgicamente por impedir en esta materia todo atentado, y asegurar de manera que quede en ellos el poder de educar como se debe cristianamente a sus hijos, y sobre todo, de apartarlos de las escuelas en que hay peligro de que beban el fatal veneno de la impiedad».

Obsérvese además, que el deber educativo de la Familia comprende no sólo la educación religiosa y moral sino también la física y civil principalmente en cuanto tienen relación con la religión y la moral.

Reconocido por la Jurisprudencia civil

Este incontrastable derecho de la Familia ha sido varias veces reconocido jurídicamente por naciones en que hay cuidado de respetar el derecho natural en las disposiciones civiles. Así, para citar un ejemplo, de los más recientes, la Corte Suprema de la República Federal dé los Estados Unidos de la América del Norte, al resolver una importante controversia, declaró «que no competía al Estado ninguna potestad general de establecer un tipo uniforme de educación en la juventud, obligándola a recibir la instrucción de las escuelas públicas solamente» y añadió la razón de derecho natural: «El niño no es una mera criatura del Estado; quienes lo alimentan y lo dirigen tienen el derecho, junto con el alto deber, de educarlo y prepararlo para el cumplimiento de sus deberes».

Pío XI
(De la Encíclica acerca de la educación de la juventud).

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[De Espiritualidad digital]

A la Virgen del Pilar

Virgen Pilarica, Reina idolatrada,
que amorosa velas
por la España invicta
desde la Columna, do hermosa te elevas,
y tienes el trono
de amor y riqueza
envuelto entre nubes
de gratas esencias
brotadas del pecho
que late de amores y fiel te recuerda.

Virgen del Pilar, madre cariñosa
de la raza hispana capitana y reina,
del alma creyente
la fe y la creencia,
del pueblo español
la luz peregrina que alumbras serena
a cuantos te invocan,
a los que en ti esperan,
como en otro tiempo
fuiste luz y estrella
de los que anhelantes
de otras nuevas tierras
se pusieron en brazos
de la Providencia,
la que con sus luces
les mostró la senda
de un ignoto mundo,
de una virgen tierra,
sembrada de flores,
de jardines llena,
fragante de aromas
y envuelta de esencias;
tierra bendecida, que como guirnalda,
engastada toda de preciosas perlas,
ofreció a tus plantas divinas y augustas
para que tus manos su bendición dieran
y la cobijaras bajo el manto puro
que ampara a los hijos de la España entera.

Virgen del Pilar, madre y abogada
del alma española que en ti se recrea,
de la raza invicta y del Aragón
el monte seguro, la nítida estrella,
el sueño dorado
y la visión bella...

Yo siento correr por mi cuerpo entero
la sangre bermeja
de esa raza brava
invicta y guerrera,
que con sus esfuerzos de león valiente
y con los fulgores de su inteligencia
conquistó del orbe
dilatadas tierras,
y de un nuevo mundo consiguió el honor
de llamarse madre y a la vez maestra.

Por eso te aclamo, Virgen morenita,
como augusta reina
de mi corazón
y de España entera.
Por eso eres iris de dulce esperanza,
madre de clemencia,
fuente de ternuras, río de bondades,
nido de ternezas.
Por eso también eres guía, norte
y nítida estrella,
que alumbras las noches de mis tristes días,
y de mis dolores la empinada senda.
Por eso entre rayos de luz y esplendores
que en tu rostro ardían,
cual faros y estrellas,
te vislumbré en sueños
cuando entre jardines y entre lindas vegas
que esmaltan los campos
de mi inolvidable y amada Valencia,
soñaba en los héroes de la raza invicta
gloriosa y guerrera,
de la raza hispana,
de la que eres madre, capitana y reina.
!Oh madre querida! ¡oh Virgen graciosa,
y dulce princesa de la raza hispana
que fiel te recuerda!
Vuelve esos ojitos
llenos de clemencia
hacia quien te ofrece,
junto a los murmullos de tus plantas regias,
de su pobre lira
las trémulas cuerdas,
y entona sus cantos
sus goces, amores y sus confidencias.

Fr. Bernardino Mª Rubert, ofm

El Pobrecillo de Asís

Fragmento

«San Francisco de Asís, hermano nuestro, poeta de todas las ternuras, ¿por qué no quieres descender, por qué no desciendes desde las eminentes cumbres gloriosas donde moras, en tu felicidad sempiterna, hasta nosotros, hasta nuestro pobre mundo sublunar, hasta este triste valle del gran dolor, de penas y de lágrimas sin cuento?... ¿Por qué no desciendes, y no te quedas y a con nosotros?... Quédate, sí; mane nobiscum; pues ya obscurece, y ha caído el día; el día del espiritualismo cristiano que tú encarnaste en ti, soberanamente. ¡Mane nobiscum!, como los discípulos de Emaús dijeron al Maestro que se les acercara en el camino; «Quédate con nosotros ; pues ya obscurece y ha caído el día ; y entró con ellos en el castillo».

San Francisco de Asís, poeta y apóstol y santo de la caridad y del amor, que están yéndose de la tierra, baja de esas tus cumbres paradisíacas, cuyo claror nos deslumbra y nos ciega a nosotros, los pobres desterrados, los dolientes y errabundos peregrinos, no en demanda, como los peregrinos de tu siglo de ninguna Jerusalén terrena: ni de la del Oriente, en busca del sepulcro de Cristo, ni de la del Occidente, en requerimiento de la tumba del Hijo del trueno, Boanerges; ni al ensueño de la sacra Metrópoli del orbe cristiano, sino en demanda de una Jerusalén toda ella celeste, la de la visión joanina apocalíptica. ¡Baja hasta nosotros, desde tu sede eminentísima, que la luz de la eternidad clarea!... ¡Baja!, amigo y hermano del lobo de Gubbio, de las alondras mañaneras, de las tortolillas, de los corderos, de las ovejuelas, de las flores... ¡Baja, y quédate con nosotros! Porque —¿no lo ves Poverello amadísimo?— ya obscurece y declina el día, y nosotros vamos de camino; un camino semejante al del Ahasverus de la leyenda, ¡camino sin término! Y vamos muy solos, y suspirantes y lacrimosos y fatigados; y las arenas calcinadas del desierto nos queman los pies, y nos los desgarran cruelmente las espinas todas del sendero.

«¡Quédate con nosotros!, tú, «Ángel marcado por la señal misma del Dios vivo»; tú, que apostolizarías en medio de este mundo, tan pagano como el antiguo, y tan distinto del de tu siglo XIII, después que tú lo regeneraste y exaltaste a supraterrenales alturas; tú, que descubrirías a nuestros asombrados ojos cosas extraordinarias que nosotros, en nuestra magna miopía cordial, más que intelectual, ¡ay!, no vemos. «Y te saldrías—como pensó alguien—de esos límites, de esos ciertos límites famosos, de
lo establecido, de lo convencional, de los intereses creados, desbrozando la maleza salvaje de nuestro cristianismo, casi todo él ex ore, de labios...» Y todo ello, sin más ambición ni más propósito que el de hacernos mejores, y acercarnos de esta suerte a ti, y aliviar en lo humanamente posible los hondos y desesperantes padeceres de muchas vidas, para las cuales esta es ya una carga muy pesada. Porque ya la gran miseria humana no puede, ni un solo día, esperar más lleno el mundo de dolor y de injusticia, de ferocidad y de pesadumbre.

¡Si tú quisieras descender hasta nosotros!... Y si así fuese, ¡cómo conjurarías, Fratello benditísimo, las tremendas catástrofes de los días que advienen, cual conjuraste las de tu siglo; catástrofes que amenazan caer a modo de amenazadora tromba de tempestades sobre la pompa espléndida y las espléndidas magnificencia de la moderna Babilonia y que parecen anunciarse ya con confusos y extraños rumores que por todas partes se escuchan, o con estruendoso hervor como de vino que fermenta en las cubas, o el de los mares apercibidos a salir de sus cauces y a romper sus naturales diques, y a derramarse, arrollándolo todo, sobre los continentes! Y entonces el llorar, cual débiles mujeres, sobre las ruinas trágicas y sangrientas de lo que no supieron defender como hombres».

Se está hablando mucho —demasiado— actualmente, de lo social, y apenas si se habla de lo individual, que es donde duele. ¡La reforma, la mejora individual, primum; la mejora, la reforma del corazón! Hechos y no palabrería, y a ejemplo del Seráfico, quien, según, dice Tomás Celano, «nada decía que antes no lo hubiere practicado en si propio». ¡Lo social! ¡Siempre lo social a todo pasto...!

Y de ahí no se sale; y se prescinde de lo que más urge en nuestra época, y que, según ha escrito Desjardins, es el deber presente de ella; la reforma individual. ¿Será porque todo lo que atañe a lo social no cuesta trabajo, no impone sacrificios, antes al contrario, conduce a los señores sociales a muy pingües puestos (casi siempre inútiles) en el festín espléndido de la vida, donde para muchos individuales menos... listos que aquéllos ya no hay puesto ninguno?... ¡Ni los individuales lo desean, ni lo han buscado nunca! ¿Será porque la reforma y la mejora del corazón y de toda la vida es, la mayor parte de las veces, penosísima? ¡A lo individual, antes que a lo social!... Y dejémonos de tanteos y de ensayos, que ya vemos lo que dan de sí.

A reformar antes el corazón, y veréis qué pronto se reforma la sociedad. A mejoraros a vosotros mismos (¡Oh insignes correctores del mundo!), antes de pretender, con extraño y sospechoso empeño, hacer mejores a vuestros prójimos. ¡Devolvamos el Amor al mundo helado!... Devolvamos al mundo la justicia, «que cuando se la regatea o se la niega miserablemente lo que es supo, se cobra en lágrimas o en sangre» como ha dicho Concepción Arenal. Devolvámosle la sinceridad, la sencillez, la alegría franciscanas; la complacencia ante el bien ajeno, la humildad, la dignidad, el desinterés, la modestia, el espíritu de sacrificio...; y todas esas queridas virtudes, gloriosa cumbre de la más pura idealidad moral. Ellas son, y únicamente ellas, las que habrán de traer a la vida privada y a la vida social todo lo demás, que por añadidura nos será dado. Y no me cansaré de decirlo: ¡Devolved al mundo el Amor...! Amor ubi est, magna operatur, ha dicho un inmortal Pontífice: «donde el amor está, grandes, muy grandes cosas se hacen».

«Si hablase todas las lenguas de los ángeles (dice el Apóstol, en su Epístola primera a los de Corinto) y no tuviese amor, seré a modo de un bronce hueco y de un címbalo que retiñe; y si tuviese el don de profecía, y si conociese todos los misterios y todos los secretos de la ciencia, y si tuviese una fe tan viva que bastase para trasladar los montes de un lugar a otro, y con paciencia estoica hubiese hecho sufrir a mi carne todo género de dolores, y pasado a través de las llamas, y no tuviese amor, nada soy».

¡Amor, amor!... Edifiquemos en nuestro corazón, como la edificó el Poverello, una casa de amores, según la frase del melifluo doctor de Blanquerna, Raimundo Lull, para quien cantaban siempre las hermanas alondras y los hermanos ruiseñores en los vergeles del Amado. ¡Grandes cosas, sí, hizo el amor...! Y podría hacerlas en los tiempos nuestros, y podría hacer reverdecer de amor esta nuestra tierra, y lumbrarla con una suave irradiación de lo alto, cual un reflejo del resplandor divino.

Así las hizo San Francisco de Asís la cui mirabil vita, al decir de Dante, meglio in gloria del Ciel se cantarebbe.

«Recorrió San Francisco el mundo como el perdón de Dios (ha dicho un renombrado literato inglés) reconciliando con Dios y con la Naturaleza a los hombres... Comenzó con él una era nueva y una página nueva en la Historia... Fue un ser originalísimo, fue un poeta y un creador de civilizaciones y de nuevos espirituales; una nueva visión de las cosas y de la vida, y cual una luz que no fue jamás vista sobre el mar, ni sobre la tierra; algo que tal vez no será renovado ni repetido en tanto que la tierra dure».

Ni sé lo que soy, ni sé a qué me parezco, dijo de sí propio en su canto Amor di caritate, el Poverello de Asís, a quien sean ofrendadas por todas las almas verdaderamente franciscanas, y por la Humanidad entera, el honor, la gloria y el amor sempiternos.

Adolfo de Sandoval

Página mariana

Cartas a Mariófila

(Continuación)

a la que había de ser Doctora de los doctores en la Iglesia de Dios y Maestra de los Apóstoles y de todas las almas santas, pudiendo decir aquí también lo que del Verbo divino, Sabiduría increada, dejó escrito el Evangelista: Que de su plenitud hemos participado todos nosotros.

En efecto, María Santísima proyectó sus luces e ilustraciones santas sobre los Apóstoles y primeros fieles de la Iglesia, aclarándoles los puntos más difíciles de la vida sobrenatural y divina que su amado Hijo les había enseñado, y haciéndoles más fecundos los dones del Espíritu Santo. Por esto algunos autores le dan a la Madre del Salvador, el Magisterio supremo en la Escuela de Dios, no porque su sabiduría sea más vasta y eminente que la del Verbo divino, pues ésta será siempre infinita, sino porque con María y por María llegaron a comprender mejor aquellos santos discípulos los dones del cielo y la doctrina del Salvador, facilitándoles al mismo tiempo la práctica de los sagrados deberes que aquella sublime doctrina les imponía.

En confirmación de lo cual dice el doctor P. Vega, que los Santos Apóstoles frecuentaron tres aulas o clases: De menores, de medianos y de mayores. En la primera clase tuvieron por Maestro al Verbo encarnado, Sabiduría del Padre, de quien, como ignorantes, aprendieron los rudimentos y principios de Teología. De aquí pasaron al aula de medianos, cuya cátedra regía el Espíritu Santo, de donde salieron ya grandes maestros y doctores de todo el orbe. Suben luego a la clase suprema, presidida por la Doctora de los doctores, María Santísima, y aunque llenos de divina erudición, como hemos dicho, bajo el magisterio de la Señora todavía hacen nuevos progresos, porque son ilustrados con nuevas luces y misterios, se les allanan dificultades y resuelven dudas en materias de fe, se forman en las costumbres santas, se confirman en las enseñanzas del Evangelio y se perfeccionan en toda manera de doctrina y de virtudes cristianas.

Mayores adelantos hizo, digámoslo así, el Evangelista en la clase suprema de María que el Apóstol San Pablo en la escuela del mismo cielo, cuando fue arrebatado al paraíso, pues con ser tan sabio no pudo explicarnos los elevados conceptos y admirables lecciones que allí oyó; solamente supo decirnos que ni ojo alguno vio, ni oreja oyó, ni es posible comprender el hombre cuales cosas tiene Dios preparadas para aquellos que le aman; pero San Juan, frecuentando la escuela de la divina Maestra, pudo y supo explicarnos muy bien las sublimes lecciones que aprendió. ¿No lo ves, amada Mariófila?

Él se eleva sobre todos los Apóstoles y Evangelistas y con raudo vuelo se remonta más allá de los coros angélicos, para descansar, cual mística águila, en el trono del mismo Dios, y con su vista perspicaz ver la divinidad de Jesucristo en su propia fuente, si me es lícito hablar así, y penetrar los misterios más ocultos del Eterno. Por eso pudo explicarnos los arcanos de su Apocalipsis y comenzar su Evangelio con estas sublimes palabras: En el principio era ya el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Es decir, que San Juan por haber vivido con María y frecuentado más asiduamente su escuela, pudo explicar los misterios y maravillas del Cielo, que San Pablo vio y no nos supo referir.

¡Oh, cuánto se aprende y se adelanta en la cátedra de María Santísima! Con razón dice Vega que es la clase de mayores; esto es, de los más aventajados, de los más doctos y sabios en toda manera de ciencias, de los que más adelantan en la vida espiritual.

El ejemplo del Discípulo amado de Jesús y Capellán de María que te acabo de presentar, Mariófila carísima, era ya más que suficiente para que te resolvieras en tomar por Maestra y guía de tu alma a la divina Reina, trono de la eterna Sabiduría, matriculándote en su escuela y frecuentando sus clases con verdadera aplicación y ánimo devoto, hasta quedar bien aprovechada. Empero para más abundamiento te recordaré los nombres de un San Bernardo, San Ildefonso, Alberto Magno, Alejandro de Hales, San Buenaventura, el Beato Escoto y otros mil que pudiera citarte y callo en gracia a la brevedad, los cuales, por haber frecuentado la escuela de María, asombraron al mundo con su ciencia y dieron días de gloria a la santa Iglesia con sus eminentes virtudes, porque ciencia y virtud, sabiduría y santidad comunica por igual el Magisterio sublime de Nuestra Señora.

Con todo, amada Mariófila, no puedo cerrar esta carta, sin hacer expresa mención de dos ejemplares o almas privilegiadas que tienen asombrado el mundo de las letras y de la piedad, y se hicieron grandes, sin duda alguna, por la habilidad y pericia de la Reina del Cielo que las guiaba, instruía e ilustraba. Porque ¿quién no recuerda con gusto a la vez que con admiración y devoto afecto los nombres de la Venerable Madre Sor María de Jesús de Ágreda y el de la sierva de Dios Madre María de los Ángeles Surazu? Ambas frecuentaron can asiduidad y afecto la escuela de María y se declararon sus hijas y esclavas de amor, encerrándose en el Sagrario de su Corazón para sentir y saciarse a todo placer de la doctrina de Jesucristo y la vida de Dios de que Nuestra Señora estuvo llena.

Si no es así ¿cómo se explica que unas mujeres sencillas, sin letras ni formación de escuela hayan escrito obras tan monumentales y de doctrina tan sólida como la «Mística Ciudad de Dios» y «La Vida Espiritual coronada de la tríplice manifestación de Jesucristo» que nos legaron estas Siervas del Señor? No he recibido más instrucción, confiesa de sí la Madre Sorazu, que las primeras nociones que se dan en la escuela de párvulos. Los conocimientos que poseo los adquirí en esta santa casa (el convento de Concepcionistas Franciscanas de Valladolid que regía como Abadesa), en mis relaciones con Dios y con la Virgen Santísima.

En los mismos o parecidos términos podría expresarse la Venerable Abadesa de Ágreda, Sor María de Jesús. Pero, como ya hemos dicho y ellas mismas confiesan, se matricularon en la escuela de María y bajo su magisterio e inspiradas y gobernadas por la divina Reina escribieron sus obras, en las cuales no sabemos qué admirar más si la grandiosidad del asunto, la precisión de sus conceptos teológicos, lo elevado y correcto de su estilo y lenguaje, la ortodoxia de su doctrina o la piedad con que están escritos,al fin y al cabo dictadas por la Señora de las virtudes, Doctora de las Escuelas y Maestra de las almas, María Santísima, en quien están los tesoros de la ciencia y de la piedad.

No es del caso, amada Mariófila, formar juicios aquí de estas obras magistrales y asombrosas; pero sí que te diré, que la «Mística Ciudad de Dios» escrita por la Venerable Ágreda es la relación más extensa, completa, detallada, sólida, profunda, verídica y piadosa que se ha escrito de la Vida de Nuestra Señora, teniéndose su doctrina como revelada o bajada del cielo, pues nos descubre las relaciones íntimas de la Santísima Virgen con las tres Divinas Personas y la parte tan activa que tomó en las obras de nuestra Redención, cooperando siempre con su vida perfecta

«La Vida espiritual coronada por la triple manifestación de Jesucristo» que compuso la Madre Sorazu es también una obra sublime y atractiva, y no se comprende si no recurrimos a la revelación y magisterio de la Santísima Virgen; porque trata de las relaciones sobrenaturales del alma con Dios, cuando el Señor la atrae a Sí y la regala con la unión mística. Es todo un tratado de Mística de mucho mérito, como lo puede ser el «Libro de las Moradas» de Santa Teresa, «La Noche oscura» de San Juan de la Cruz, el «Tratado del Amor de Dios» de San Francisco de Sales, y tal vez mejor o más completo que todos estos; porque la Madre Sorazu, a partir de la última morada o grado de oración que suelen traer los autores místicos, nos describe una nueva fase de la vida contemplativa; y en esta fase cuatro períodos por los cuales el alma se une más íntimamente, si cabe, con Dios, haciéndole sentir su vida en ella. Siendo de notar, que la doctrina de la Sierva de Dios lo mismo que la de la Venerable Agreda ilustran el entendimiento y mueven poderosamente la voluntad, porque junto con la ciencia comunican la virtud, que es precisamente la especialidad o característica del Magisterio de María, en cuya escuela y bajo cuya influencia escriben.

No quiero cansarte más, amada Mariófila, pues ya estoy abusando de tu paciencia. Tú misma saca las consecuencias o corolarios de cuanto llevamos dicho en esta epístola, y constitúyete discípula ferviente y muy asidua de la Sma. Virgen, que Ella, como buena maestra te instruirá y moverá tu alma a lo más arduo de la virtud, para que seas más favorecida del Señor, que es todo lo que para ti desea tu affmo. en el buen Jesús,

Fr. Mariano.

Aromas antonianos

Las tres tiendas

En un lugar muy remoto de las inmediaciones de Padua había un sitio solitario llamado el Campo de San Pedro, cuyo dueño, llamado Tirso, había levantado allí un Oratorio para los frailes franciscanos y los alimentaba con sus limosnas.

Cuando San Antonio dio fin a la cuaresma que en aquel último año de su vida había predicado en Padua, sintió ansias de apartarse del tumulto de las gentes y buscó sosiego en aquel lugar solitario, para entregarse a la contemplación y al estudio de la Sagrada Escritura.

Llegado a aquel santo retiro con sus dos compañeros Fr. Lucas y Fr. Rogerio, recorrió los aledaños de aquel Oratorio por ver si encontraba una cabaña donde darse a la oración en completa soledad. Llegó a un recodo del monte, y le sorprendió el suave murmullo de una cristalina fuente que brotaba de la peña, y después de rebalsar sus aguas en un hoyo de la tierra, ocultaba su reguero entre céspedes y juncos, hasta filtrarse por completo entre un lecho de arenas y cascajos, para volver a brotar tal vez en el seno de una vega, llena de florecillas vistosas que eternamente la bendicen por el riego saludable que reciben de sus aguas.

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Claustro y basílica de San Antonio [De italia.es]

Un corpulento nogal crecía allí junto a la fuente dando amenidad y singular atractivo a aquel recinto precioso. ¡Bueno es estarnos aquí!, exclamó San Antonio lleno de gozo; pidamos a nuestro bienhechor que nos construya tres tiendas para vivir a la sombra de este nogal, entregados por completo a las dulzuras de la oración. Y Tirso, el insigne bienhechor de aquellos frailes, con grande alegría y devoción construyó tres rústicas cabañas de esteras y de ramajes debajo de aquel nogal, donde se aposentaron San Antonio y sus dos compañeros Fr. Lucas y Fr. Rogerio.

Era tanta la penitencia que el varón de Dios hacía en aquel retiro, que iba enflaqueciendo de tal modo, que acabó por caer en muy grave enfermedad. Allí le reveló el Señor que muy presto había de llevarle de este valle de destierro. Por eso se preocupaba tan poca cosa de su cuerpo y del alimento material, y solo anhelaba volar pronto a las mansiones de la gloria.

Era un remedo aquel recinto, de la gloria del monte Tabor. Las tres tiendas que pidió San Pedro en aquel monte y no las vio construidas, las vemos aquí en este Campo de San Pedro, y en él sin duda, se reproducían aquellas escenas de luz y de esplendor que anegaron al Santo Apóstol. Los tres ermitaños se juntaba a horas determinadas para cantar las divinas alabanzas, y después San Antonio hablaba a sus compañeros de las inefables delicias del cielo, que él frecuentemente entreveía abierto desde su cabaña en los arrobos de su contemplación. Ocurría con frecuencia que los frailes del Oratorio, al alzarse a media noche, se veían sorprendidos por los esplendores de la luz que inundaba aquel Tabor, y se acercaban sigilosamente para ser testigos de aquellas maravillas; y con frecuencia oían los rumores de ¡a voz del Santo que platicaba con algún mensajero celestial o con el mismo Jesús que tan a menudo bajaba desde la gloria para consolarle.

Y cuando la visión desaparecía, solía prorrumpir el Santo en estos lamentos de David: Heu mihi quia incolatus meus prolongatus est; Hay de mí que se ha prolongado mi destierro: a los que solía añadir: Laetatus sum in his, quae dicta sunt mihi: in domum Domini ibimus: Me he alegrado en aquellas cosas que se me han dicho: iré pronto a la casa del Señor. Efectivamente San Antonio recibió en aquellos raptos de su contemplación la agradable nueva de que bien pronto saldría de este destierro del mundo para la gloria; y saliendo un día de su cabaña del nogal fuese con Fr. Rogerio a la vista de Padua, para bendecir a la ciudad, que muy en breve recibiría el depósito de su sagrado cuerpo, y se llenaría de grande honra por los prodigios y maravillas que obraría el Señor por intercesión del Santo, que había de llamarse San Antonio de Padua.

Fr. Manuel Balaguer, ofm

Cultura religiosa

Las campanas

Mis queridos Antonianos: Cerramos nuestra última conversación hablando de las campanas de las torres de nuestras iglesias. Y por ser este asunto de suma importancia, os prometí que continuaríamos hablando de ellas (de las campanas), en este número de nuestra Revista. Y a esto vengo, a cumplir mi promesa, y a que vosotros os enteréis un poco de lo mucho que hay escrito acerca de este importante adorno de nuestros campanarios.

Y empezando os digo, que la bendición de las campanas es una de las ceremonias más solemnes y significativas de la Sagrada Liturgia; tanto que esta bendición se llama bautismo por el nombre be algún Santo que suele imponerse a cada una de ellas.

Esta bendición la hace el Señor Obispo o un delegado suyo, después de rezar algunos salmos y de bendecir el agua con que son rociadas y lavadas interior y exteriormente las campanas.

Además, se derrama por la parte exterior de las mismas el santo óleo de los enfermos, haciendo la señal de la cruz y pidiendo al Señor en una hermosa plegaria, que produzca los efectos espirituales y temporales que el sonido de las campanas está destinado a producir, en los cuerpos y en las almas, en los aires, en los montes y en los valles.

Se hace después cuatro veces la señal de la cruz con el santo crisma en la parte interior de las campanas, se les impone el nombre del Santo que se quiere, se reza o canta otra oración para consagrarlas, y se queman incienso y otros perfumes en la parte interior, rezando un salmo y una oración en la que se pide que descienda del cielo el rocío, o la gracia del Espíritu Santo, y por último, se canta el evangelio de las Santas Marta y María Magdalena, pues las campanas con las ondas sonoras que esparcen por el aire invitan a los fieles a la contemplación y los llaman a la celebración de las funciones religiosas.

Las campanas, como dice el Conde de las Navas, citando a varios autores, aunque fueron conocidas de los antiguos, no tuvieron carácter religioso hasta la época cristiana.

Alguna reminiscencia podría hallarse en el pueblo hebreo, pues según la ley mosaica, adornaban los vestidos del sumo sacerdote algunas campanillas de oro, alternando con granadas de jacinto y de púrpura, en el borde de la túnica.

Y las campanillas, no sólo en el traje sino también en arquitectura sirven de adorno, como vemos en las construcciones chinescas.

El eminente arqueólogo don Vicente Lampérez escribe que en el Castillo de Belmonte (Cuenca) llaman la atención, en cierta techumbre giratoria, campanillas colgadas del friso que producen determinada música por el tintineo.

En las iglesias occidentales no se encuentra dato seguro, a propósito de campanas, hasta cerca de fines del siglo VI; y en cuanto a las iglesias orientales no existen pruebas de que se introdujeran antes del X.

Las campanas españolas, según el rito de la bendición visigótica, estaban hechas con la fundición de muchos metales combinados. En el siglo VIII surge el campanario como pieza arquitectónica. La más antigua campana de Iglesia que se conserva entre las fundidas, es la Chumascah, en Andagh (Irlanda), del siglo IX. La que se conserva en el Museo de Córdoba (925) es la segunda en antigüedad, y fue regalo, según dice su leyenda, del abad Sansón a la casa de San Sebastián Mártir.

Si bien en rigor el tocar las campanas es incumbencia del ordenado ostiario, desde hace siglos, se conoció la institución de los campaneros. Muchos autores extranjeros citan con encomio la arriesgada habilidad de los muchachos que, montados en las grandes campanas de la Giralda de Sevilla, salen y entran en la morisca torre, para voltearlas más fácilmente sirviendo de contrapeso.
Continuaremos hablando de tan instructivo tema.

Vuestro afmo. amigo,

Fr. Juan B. Botet, ofm

El cordón de N. P. S. Francisco

Diálogo entre dos niños cordígeros

1.° ¿Verdad que son muy graciosos
y encantadores los niños,
alegría de la tierra,
recuerdo del paraíso?
Los amaba, los amaba
con muy singular cariño,
y sus delicias en ellos
puso el Salvador Divino.
En la frente los besaba
y abrazaba enternecido,
puestos sobre sus rodillas
o en su regazo dulcísimo.

2.° ¡Ah! sí, como mariposas,
agruparse los he visto
cabe la luz refulgente
de aquel adorable hechizo.
Hermosos, vivos e inquietos,
esos tiernos angelitos
dulcemente se agitaban
por tal imán atraídos.
Delicados me parecen
esos tiernos capullitos
que a la vida se entreabren,
germen de frutos riquísimos.

1.° ¿Sabes tú quién nos quería
también con amor muy vivo
y allá en el fondo del alma,
era a su vez como un niño?
El que al lobo y al cordero
daba el nombre de hermanitos
y, hoguera de puro amor,
es llamado San Francisco.
Nuestro dulce y tierno Padre,
que a Jesús copió en sí mismo,
y de su vida y pasión
es retrato perfectísimo.

2.° Mas, si tan bueno y amable
para todos él ha sido,
¿por qué, aun a los niños tiernos,
ata con su cordoncito?

1.° Traviesos sabes que somos
y no poco nerviosillos;

de menos, pues, no estará
que se nos ate cortito.
Mas ¿por qué hablas de atadura,
si es más bien lazo suavísimo,
que él ofrece generoso
y aceptamos complacidos?
¡Oh, cómo me gustaría
vernos a todos ceñidos
con ese santo cordón,
sin quedar ni uno solito!

2.° Muy mucho lo han ponderado,
maravillas de él he oído;
gozaría yo en saber
si es verdad cuanto me han dicho.
Al menos, se me figura
que ese cordón sacratísimo,
al que devoto lo ciñe,
allá en su postrer suspiro,
ha de servirle de escala,
en el espacio infinito,
para subir a la Gloria
tirando de él San Francisco.

1.° ¡Oh, qué bella inspiración,
mi buen amigo, has tenido!
¡Te lo ha así Dios revelado!
¡Has hablado como un libro!
Cogidas de ese cordón,
qué de almas al Cielo han ido,
y allá seguirán subiendo
hasta el final de los siglos.
Mas sigue, y di, si recuerdas,
algo más por el estilo;
que esto mucho me complace,
me gusta mucho, muchísimo.

2.° Como por él ir al Cielo,
no hay nada tan atractivo;
mas privilegios aun quedan
que no le dan menor brillo.
Quien lo lleva participa
de los frutos sabrosísimos
que en abundancia cosechan
del gran Francisco los hijos.

a

En sus actos de virtud,
oración y sacrificios,
que nadie puede contar,
tienen parte los cordígeros.

1.° ¿Qué más puede desearse?
También yo así lo he leído;
¡Casi increíble parece!
¡Oh, qué largueza, Dios mío!
A ese tesoro de gracias,
inmenso, casi infinito,
con tal que lleve el cordón,
se hace acreedor un niño.

2.° Pues indulgencias plenarias,
con el rezo tan cortito
de la Estación solamente,
puede ganarse un prodigio.
Las de Roma y la Porciúncula,
Jerusalén y otros sitios,
sin faltar las de Santiago,
y así contarlas no es lícito.
Plenarias también hay muchas
que se ganan en días fijos,
y son tantas, sí, son tantas
que ya la cuenta he perdido.

1.° Ve por qué ese cordón ciñen
personas de tanto viso
y, cual joya de gran precio,
mirado siempre él ha sido.
El primerito de todos
lo ciñó Santo Domingo
a quien, en prueba de amor,
se lo diera San Francisco.
Emperadores y reyes
y príncipes distinguidos,

a mucho y muy grande honor,
tuvieron luego el ceñirlo.
Napoleón dijo un día
que, con su cuerda, ha influido
Francisco más en el mundo
que los guerreros más ínclitos.

2.° No faltan ¡ay! sin embargo,
quienes así no lo han visto
y, si lo vieron al fin,
pronto lo echan en olvido.
Llegan hasta combatir
cordón tan santo y bendito,
impidiendo que lo ciñan
los que somos aún niños.
Lo que pretenden quizá
es alejar a los chicos
de la presencia adorable
de nuestro Padre amantísimo.
Bien semejantes en ello
de Jesús a los Discípulos,
que a los niños alejaban
de la presencia de Cristo.
¡Oh! no impidáis que se acerquen
al buen Jesús y a Francisco
los que, en vez de molestarles,
son más bien sus preferidos.

1.° No olvidéis que amigos suyos
los pequeños siempre fuimos
y, en tenernos a su lado,
gozan ambos infinito.
Que el Señor los ilumine
y, cual nosotros ceñidos,
nos lleve a todos al Cielo
Nuestro Padre queridísimo.

Fr. Luis Ángel Roig, ofm

La jornada del soñador

Lleno de fe y alegría,
de ensueños y de canciones,
me fui con mis ilusiones
un día al alborear.
Fantasías de oro y seda
en mi camino tendieron
flores de amor, que me hicieron
un héroe del caminar.

Caminaba yo sonrriente
por mi halagador camino,
y oí decir: —peregrino
que al mundo vas a luchar:
detén el paso, no sigas
y vuelve presto a tus lares,
o no previstos pesares
te harán sufrir y llorar.

Miré doquiera. No estaba
quien así me habló.
—Dios fue,
dije; mas no le escuché
y adelante proseguí.
Por los senderos de flores
seguía, siempre, cantando,
mientras quedaba llorando
quien se ocupaba de mi.

Pasó el alba embellecida:
las flores se marchitaron
en mi senda, aunque dejaron
espinas que hacen llorar.

Sollozando, atrás miré:
vi que Cristo aún me llamaba.
Corrí a quien tanto me amaba
diciéndole en mi pesar:

* * *

—Para siempre aquí me tienes,
Jesús de mi corazón,
ya feneció la ilusión
que tanto me hacía soñar,
En mi viaje de quimeras,
sólo hallé dolor y llanto,
soledad e inmenso espanto
llegáronme a amedrentar.

A tus pies me abrazo humilde,
herido, roto, deshecho,
que de engaños y despechos
hallé la senda cuajada.
También, Señor, también llora
mi corazón de poeta,
porque punzante saeta
lo maceró en la jornada.

Pero vuelvo muy dichoso
a recibir con anhelo,
la ofrenda de tu consuelo
que me da tu corazón.
En cambio, mi Bien amado,
ya no más te haré llorar,
sediento de amor y amar,
como vuelvo a tu Mansión.

A. Jacinto Margarita.